Las barbas de D. JULIÁN, "el Bravo".

El Centenario del guerrillero. Una conmemoración sin lápida ni discursos.

Francisco Maldonado. En "El Español", 17 julio 1943, pág. 15.


Los ecos del centenario de la guerra de la Independencia también llegaron a aquel pueblo, situado en las terrazas del norte de la sierra, en la misma llanura. Desde el amplio miradero de los ejidos del lugar se veía a lo lejos la Mujer Muerta, cubierta aún por un sudario de nieve.

Aquel día, como tantos otros, se juntaron en mentidero los próceres del pueblo: el cura, el médico, el maestro y el practicante, el ricacho y el tendero. Era por las antevísperas de las calendas del mes de mayo del año de gracia de 1908, a la hora de la siesta tibia y embalsamada, más invitante a pasear que a dormir o negociar. Cifraban Sócrates y Platón toda la dicha de la vida y de la sobrevida en la amena conversación acerca de la virtud, y estos nuestros síndicos de una comunidad lugareña la cifraban en el decir decidero y en la charla inagotable y trivial.

Pero aquella tarde memorable la conversación subió de tono y, por boca del párroco, quedó planteado y propuesto un tema grave, digno de hombres de pro, trascendental y casi trascendente.

-Aquí- dijo el párroco -, en nuestro camposanto, reposan los restos mortales de un guerrillero de la Independencia, famoso en las crónicas y en las memorias de los ancianos. En este pueblo, lejos de su tierra y de sus hazañas, que fueron por las regiones rayanas de Portugal, yace enterrado aquel mentado e invencible D. Julián Díaz, el Bravo; y, si no mienten los libros parroquiales y los relatos de los viejos, conozco su casta y su casa, su fecha y su huesa. Ahora es la ocasión, a primeros de semana, de que nuestro pueblo se sume a las fiestas tradicionales del centenario, rindiendo un homenaje ante la tumba del héroe.

Era el párroco hombre grave y sesentón, bien lograda la edad, alto, enjuto, cetrino, tan tostado del sol como de los hielos, voz de bajo que hablaba siempre "de profundis", como si se le volviesen del revés las entrañas; de sobria erudición, pero bien amarrada; celoso de su parroquia y de los intereses de la grey que le estaba encomendada. Llamábase D. Saturio. Era gran jugador de tute y tresillo, y tanto más dado a este deporte cuanto que era, por lo demás, de morigeradas costumbres. Contaban de él que, abocados a la desesperación sus compañeros de juego, siempre vencidos y honrosamente despojados, decidieron poner, y pusieron y cursaron al obispo de la diócesis, un telegrama tan intencionado a la ley de jugadores como inocente en la irreverencia, concebido en estos lacónicos y lapidarios términos: "Sotana Saturio juega tute, despluma Papa."

Esto le hizo famoso y temible en toda la comarca, además de lo respetado que era por las óptimas prendas que le adornaban. Todos asintieron a las palabras del cura, y se enredaron en un largo debate acerca de la consistencia y del modo y manera del homenaje, siquiera estuviesen conformes en que todo los que hicieses había de girar en torno a la figura legendaria del hombre que honraba, con honra perpetua, las entrañas mismas de la tierra que sostenía a todos los habitantes del municipio.

Y el debate comenzado no hubiese tenido fin, como no lo tenía el sendero por el cual discurrían pausadamente (pues el cónclave, traspuestos los umbrales del Casino, ya se había puesto en marcha), si el practicante, hombre de imaginación y recursos, no hubiese cortado por lo sano con una idea, no sé si luminosa, pero si ejecutiva.

-El homenaje al guerrillero -dijo- ha de consistir en que el pueblo en masa se llegue a la tumba, y, abierta de par en par, o de losa en losa, descubra los restos mortales y los contemple y venere.

Era el practicante hombre moreno, bajo, enjuto, estomagoso y calvo, y tenido por ser más que algo lunático. Alardeaba de muy enamorado. Su idea fue aceptada por unanimidad, y con ella quedó incoada la más insólita, estupenda, lisa y llana de todas las conmemoraciones centenarias.

Regresaron presurosos al pueblo, y aquella misma tarde el pregonero se encargó, con poco esfuerzo de convocar con un "por orden", para semana siguiente y 2 de mayo, las fuerzas vivas, que todas eran vivas y vivaces, formadas por los vecinos, hombres y mujeres, grandes y chicos, los por nacer, a punto de nacer y los nacidos; y todos se pusieron en pie en aquella evocación tan singular del capitán de guerrillas, harto olvidado de todos hasta aquel momento.

Y así fue que, llegado el 2 de mayo, todos los vecinos, sin faltar enfermos, porque no los había, ni ancianos, porque eran los mas impacientes, encabezados por las autoridades primates y subprimates, por el tamborilero y su compañero (que tal era el nombre que al gaitero se daba de tradición en la comarca), con la mayor solemnidad posible, que era de los campos verdegueantes, se encaminaron hasta los muros del camposanto, situado en los ejidos, no muy lejos del casco del pueblo.

Eran las diez de la mañana, y todavía despedían vaho y marea los tibios herbazales y los barbechos. Por no caber en el estrecho recinto (donde todos al fin caben), y más que estrecho, carente de viales y de glorietas, ordenó el alcalde, y, por rara coyuntura, fue obedecido, que todos se quedasen fuera, en un prado amenísimo y cencido, que se hacía y dilataba junto a los muros, a la parte del Mediodía, hasta tanto que sacasen a aquel paraje los restos mortales de D. Julián, si es que esto era hacedero, que había de serlo a todo trance. Así como se lo mandaron lo hicieron, sentándose y tumbándose por corros, como para una larga espera, unos acá y otros acullá, al regosto de la tibia solanera del mayo, bien así como las multitudes que esperaban el maná mosaico, o los panes y los peces evangélicos.

Sólo los notables entraron, en pos del párroco, en el recinto sagrado, y, ya dentro de él, se allegaron a un pequeño panteón con bovedilla, no mayor que una fuente techada. Dos obreros que allí esperaban después de forzar una portezuela más ancha que alta, entraron encogidos en el angosto panteón, bajaron unos peldaños, y trabajosamente, a fuerza de palancas, alzaron una losa berroqueña, la cual descubrió una caja de madera muy deteriorada que dejaba entrever por las rendijas el escondido féretro de zinc.

Sacáronlo afuera, y a medida que se alejaban de aquel lugar, siempre en pos de los notables, se acercaba y se barruntaba entre la multitud el momento anhelado que ponía en su cumbre el punto álgido de la conmemoración.

Por fin apareció en el prado, por el marco de la puerta del camposanto, sobre unas parihuelas, lo que esperaba la gente con tanta desazón y curiosidad, porque la operación había durado más de una hora. Las parihuelas, con su solemne carga, quedaron expuestas sobre un pequeño montículo, bien acespedado de mielgas, tréboles y gramas, tiernas y brillantes de unas flores minúsculas; y notables y subnotables hicieron guardia, poniéndose en semicírculo a uno de los lados, con propósito de no perder ripio y de contener a la gente que se agolpaba.

Abierta finalmente la caja metálica, quedó puesta a la luz y al abrigo del sol, y al ambiente salino de la sierra y el llano, en la mañana de mayo, la vera efigies -mas, ¿qué digo?-, el mismo cuerpo amojamado y entero del guerrillero D. Julián, tendido de largo a largo, imponente y severo.

La barba florida en los reinos germinales de Proserpina, floreció otra vez a las caricias del aire y del sol platero de las cumbres nevadas (que en la última línea del horizonte refulgían) y ahuyentador de pestes y de morriñas.

Tenía D. Julián cara de pocos amigos. Estaba vestido con uniforme, apolillado y mohoso, el morrión aplastado sobre la frente (que ni el morrión faltaba), calzado de altas botas de montar, la mano izquierda apoyada sobre el sable, que era un corvo alfange napoleónico; la derecha sobre el pecho, y la barba desmesuradamente crecida, única vanidad de los cadáveres.

Una voz general se oyó, reduplicada y espesa. El guerrillero!" Sonaba y personaba de unos en otros pelotones, borras y madejas de hombres, mujeres y niños apretujados y a duras penas contenidos.

Sobre todos se alzaba la voz del párroco:

¡Calma, Señora, calma! Todos lo veréis; mas nadie ose llevarse nada, a modo de reliquia; que, aunque héroe de la patria, no es santo, al menos mientras nuestra Santa Madre la Iglesia, por los órganos de su magisterio e inspiración, no lo declare.

-¡Viva! ¡Viva! gritaban los niños de la escuela y de la doctrina, encabezados por sus preceptores.

A todo estos, el carnicero del pueblo, que miraba y callaba, movido de sentimientos bien distintos de los de todos, quiero decir que acuciado de sólo codicia invencible, ya había echado el catalejo a la espada del guerrillero, y al cabo de pocos titubeos, diputado por suya.

Y rompiendo por entre unos cuantos que hacían valla, y por entre los grandes oficiantes de la ceremonia que rodeaban a D. Julián, como los Doce Pares al Emperante, en actitud más contemplativa y menos vigilante que la que debieran, el carnicero echó mano a la espada, la bien ceñida, y la hizo suya "in icto oculi", a tiempo que decía: "Esta será buen cuchillo para la tabla. Señores míos, no hay misterio, ustedes disimulen"

Nadie, ni aun el cura, se lo defendió; que los doce Pares de la guardia estaban pasmados, como bausanes. Y diciendo y repitiendo "nunca vi mejor acero", se estuvo un buen rato contemplando el negro metal, y mirando y remirando los filos, y probando el peso, el tamaño y la empuñadura.

Y como lo difícil es comenzar, y que quien se aventura a ser primero no tenga segundo, el practicante, que por otro nombre era llamado, sin perdón ninguno, rapabarbas, y que parecía el más contemplativo de todos (y en efecto lo era, y aun autor de coplas cortas y de algún romance medianamente largo), poniendo los ojos en la barba intonsa y desmesuradamente crecida del héroe, después de pedir prestada la corva espada o sable al carnicero, y de requerir un tablón desgajado de muy a la mano tenía, dio comienzo al rito y ceremonia más solemne, aparatoso e insospechado de todos, si es que había habido alguno.

Porque, lo primero, hincó una rodilla reverente ante mi señor D. Julián; después le colocó cuidadosamente el tablón bajo la barba, y, finamente, tomándola con la izquierda por la punta, que aún sobresalía de la tabla más de un palmo, alzó el sable, bien empuñado, con la mano derecha, y diciendo en alta voz: "¡Calla, soberbio!", a ras de la quijada, en seguro y a cercen, la muy honrada se la tajó de un tajo. Con cuyo golpe se conmovió hasta los zancarrones toda la osamenta del guerrillero con un ruido extraño.

Alzó luego el ministril del rito obsceno la barba cortada y bien sujeta en la mano izquierda como trofeo, y casi al mismo tiempo alzó también con la derecha el sable, y en la panza del sable prendido el tablón de marras, que, como materia vil y yerta, no quisiera más nombrar; conque, bien así, como aquel que, caminante en un crucero, se encontró con dos "dilemas", este nuestro ministro se encontró con dos trofeos, la tabla y la barba; y aun diría, por no olvidar el sable, que es elemento principal, que con tres trofeos a dos manos.

Acto seguido, contento y satisfecho, devolvió el sable a su reciente posesor, y, como disculpa del oficio, con palabras de presente aseguró a todos los que lo estaban que, en su interior, había pensado y meditado cómo no estaba bien ni medio bien a tan famoso guerrillero, y más en el día de su aniversario, el traer tan zahareña encrespada y soñoliente la barba.

Y aquí daría fin la reseña de la estupenda conmemoración, si no tuviese que anotar que también el sol y el aire tibio, blando y embalsamado de la mañanita de mayo tomaron parte principal en tan solemnes actos, poniendo sus rayos benignos el uno y sus caricias el otro al alcance y goce de los moradores de aquel pueblo castellano, el cual llamaremos, por llamarle de algún modo, el Pueblo del Guerrillero. Y aun estoy a pique de decir que también llegó el disfrute de tantos bienes naturales hasta el mismo D. Julián, el cual hasta aquel momento había estado tendido de largo a largo, y oculto, sus buenos sesenta y tantos años, a los obsequios de los astros y a los ojos de las gentes.

La paz, la lujuria mansa y el silencio verde de los campos; la revista de los sembrados, de los pastizales y de las matas; el moverse de las gentes junto a los trigos y cebadas en cierne como sobre colores y aromas; el reír de las horas; la sobria alegría que reinó en el espectáculo, transcurrido todo él fuera de los muros del recinto sagrado, y, finalmente, la escenografía total, brillante, chillona, pinturera y extraña, con su desarrollo natural y pausado: cada una de estas causas por sí, y todas ellas reunidas, rayeron y borraron lo que en ello pudiera haber de macabro para la conciencia de la mayoría de los participantes.

Y como el relato del retorno de la comitiva hasta el casco del pueblo y su disolución en silencio, sin lecturas, discursos ni lápidas, por su notable y valiosa sobriedad, es tarea de pluma más valiente que la mía, doy aquí fin a mis piadosos y verídicos apuntes, pidiendo al lector una oración por el finado, y a los genios y musas lugareñas la emergencia o aparición, radiante y subitánea, bajo el cielo de la patria, de un purísimo poeta que sea capaz de narrar la fortuna póstera de ambas barbas, la soterraña y la sobreterraña, en poder del practicante. Las cuales con seguridad siguieron creciendo cada una por su parte, en brazos de la leyenda.