A LOS CUARENTA AÑOS DE UNA MAGISTRAL VISIÓN DE LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA.

Por Juan Priego López.


Hace cuarenta años, en el mes de octubre de aquel 1960, los que ya nos aficionábamos a cuanto había sido aquel periodo histórico por el que habían pasado los pueblos de la península Ibérica, pudo leer "Anverso y Reverso de nuestra Guerra de la Independencia", uno de los numerosos trabajos elaborados por lo que todos nosotros debemos considerarlo Maestro en cuanto se refiera a investigación y desinteresada aportación permanente de cuanto se tratase de la guerra de la Independencia, don Juan Priego López. Ponente coordinador de la obra "GUERRA DE LA INDEPENDENCIA 1808-1814", obra iniciada en 1972 y cuyo séptimo tomo correspondiente al VI volumen trata del segundo periodo de la campaña de 1811, ha salido al mercado en 1995. Fallecido don Juan, esperamos que sus colaboradores prosigan en la culminación de esta importantisima e inacabada obra. Y nosotros aprovechamos esta página para mostrar el contenido de dicho trabajo, y que nos aproximara a la docencia que en ellos impartía su autor.

El artículo en cuestión decía así:

ANVERSO Y REVERSO DE NUESTRA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA

Coronel de E. M., Juan PRIEGO LÓPEZ, del Servicio Histórico Militar.

Siguiendo el plan que nos hemos trazado en esta serie de artículos (1), nos corresponde ahora bosquejar un juicio general de nuestra llamada "Guerra de la Independencia", señalando sus aspectos positivos y negativos y la significación que, en definitiva, debe serle atribuida en el conjunto de la historia patria.

No se nos oculta la dificultad que implica tal empeño, porque acaso ningún otro acontecimiento histórico habrá sido objeto de juicios más contradictorios que nuestra lucha con el Imperio napoleónico. Como ya hemos adelantado, los historiadores ingleses tienden generalmente a menospreciar nuestro esfuerzo bélico durante la contienda; los franceses, sin atreverse a restar méritos a nuestra heroica resistencia, suelen considerarla como una simple explosión de crueldad y fanatismo, y aun los mismos autores españoles, que exaltan, por lo general, nuestras hazañas, difieren mucho en apreciar determinados aspectos de las mismas.

La divergencia de tales juicios ha ido disminuyendo con el transcurso del tiempo, y los historiadores de nuestros días, sin dejar de hallarse influidos por sus peculiares puntos de vista nacionales e ideológicos, suelen abordar el tema con mayor objetividad. Pero ocurre que la significación positiva o negativa de muchos aspectos de aquella guerra ha quedado definida de manera inequívoca por las consecuencias que de ellos se derivaron; pues, como se nos advierte en el Evangelio: "Si se planta un árbol bueno, su fruto será bueno; pero si se planta un árbol malo, su fruto será malo, porque el árbol por sus frutos se conoce" (2).

Dejándonos, así, guiar por tan autorizado criterio, esperamos no extraviarnos demasiado en el juicio, muy general y somero, de nuestra epopeya antinapoleónica que aquí nos proponemos esbozar.

ASPECTOS POSITIVOS

Uno de los aspectos más generalmente encomiados de aquella gloriosa epopeya es su magnífico arranque inicial, la suprema gallardía con que nuestro pueblo se atrevió a enfrentarse en lucha desigual con el Imperio más poderoso de la época, cuyas fuerzas, habiendo penetrado en nuestro suelo como aliadas, dominaban ya los principales centros estratégicos de la Península.

Como ya hemos hecho constar, el propio Napoleón reconoció en su destierro de Santa Elena que "los españoles en masa, se condujeron como un hombre de honor"; y hasta el historiador inglés Napier, sistemático detractor de nuestras indudables glorias, no puede menos de conmoverse al comprobar la bravura y abnegación con que un pueblo prácticamente desarmado, ataca las fuerzas de Murat en defensa de sus Príncipes (3).

Indudablemente, el pueblo español dio entonces muestras de un patriotismo equivalente y aun superior al que los franceses demostraron en su "levantamiento en masa" de 1793. Pero nuestro alzamiento patriótico no tendía sólo a liberar el territorio hispano de la presencia física del invasor, sino también de su influencia ideológica, conceptuada por la gran mayoría de los españoles como perniciosa y aun corruptora de nuestra conciencia nacional.

En efecto, nuestra idea de "patria" no se basaba únicamente en la triple unidad del suelo, la raza y el idioma, según la fórmula establecida por el nacionalismo romántico del pasado siglo, sino también, y de modo principal, en la unidad de creencias y tradiciones forjada en el curso de nuestra agitada historia.

Como lo expuso muy acertadamente el gran hispanista francés Ernest Merimée: "El sacrificio de todo interés privado a la salvación de la nación, personificada en el Soberano, la sumisión absoluta de todos los espíritus a la autoridad religiosa, fueron durante siglos la esencia misma del patriotismo español. Esta abnegación, llevada hasta el heroísmo, hizo la grandeza del país" (4).

Inspirado, pues, en este tipo de patriotismo, a la vez nacional, dinástico y religioso, el alzamiento español de 1808 revistió desde su origen el carácter irreconciliable de una "cruzada", de una lucha a muerte contra los representantes de un poder impío, al que se atribuía la intención de desarraigar del suelo patrio nuestras creencias e instituciones tradicionales.

Y de este carácter irreconciliable de la lucha se derivan otros aspectos positivos de la misma: heroísmo, tenacidad y constancia.

Las muestras de heroísmo de que dieron entonces prueba los españoles fueron tan numerosas y sobresalientes, que suscitaron la admiración del mundo, tanto en los países que simpatizaban con nuestra causa, como en los que nos eran adversos. El recuerdo de la gesta del Dos de Mayo y de las épicas defensas de Zaragoza y Gerona ha pasado, de este modo, a formar parte del acervo mundial de los hechos legendarios. Y también las defensas de Astorga, Ciudad Rodrigo, Badajoz y Tarragona, sin alcanzar el universal renombre de las anteriormente citadas, han sido calificadas de heroicas por amigos y enemigos.

Los testimonios son tan abundantes como expresivos: el gran poeta inglés lord Byron dedicó varias estrofas de su Childe Harold a glorificar la hazaña de Agustina de Aragón (5); el alemán Von Kleist no duda en comparar a Palafox con Leónidas y Arminio, y el propio Mariscal Lannes, conquistador de Zaragoza, se lamentaba de tener que combatir y exterminar a "gentes tan valerosas y entusiastas".

Tampoco se atreve nadie a discutir la tenacidad u obstinación demostrada por los españoles en el curso de la lucha mantenida sin tregua ni respiro, a despecho de todas las adversidades, hasta que el enemigo, declarándose al fin vencido, hubo de repasar nuestras fronteras. El General Kellermann, en una carta dirigida desde Valladolid al Mariscal Berthier, a fines de 1809, refleja el desconcierto que nuestra tenaz resistencia provocaba en el mando francés. "Esta nación obstinada –decía entre otras cosas el citado general- desmoraliza al Ejército con su resistencia en detalle. Es inútil abatir por un lado las cabezas de la hidra, ya que renacen por otro, y, si no se produce una revolución en los espíritus, no se conseguirá en mucho tiempo someter tan extensa península, que absorberá así la población y los recursos de Francia" (6).

Y nuestra tenacidad en la lucha se hallaba a su vez basada en la constancia irreductible de los propósitos que la inspiraban. Efectivamente, en ningún momento dejó la generalidad de nuestro pueblo de mostrarse firme en el cumplimiento del deber que se había impuesto de liberar nuestro suelo del invasor, restaurar en el trono a su legítimo Rey y restablecer en toda su pureza y esplendor el culto y la autoridad de la Iglesia católica. Ni siquiera los grandes y repetidos desastres militares experimentados durante la guerra pudieron disuadir a los españoles de la finalidad propuesta; el lema "no importa" expresaba su decisión de no confesarse jamás vencidos.

Por desgracia, estos aspectos positivos de nuestra lucha se vieron contrarrestados y neutralizados por otros de carácter negativo que esterelizaron al cabo nuestro heroico esfuerzo.

ASPECTOS NEGATIVOS

Como se ha podido apreciar, todos los aspectos positivos de nuestra Guerra de la Independencia que hemos ido mencionando se referían al "pueblo español"; entendiendo, claro está, por "pueblo", no tan sólo a las clases bajas de la sociedad o "plebe", ni mucho menos, al "populacho" o hez de la misma, sino a la gran masa de los dirigidos, con exclusión de aquellos personajes que, por su posición social, ilustración o prestigio ejercían alguna influencia en el gobierno de la nación o en la opinión pública y constituían, por tanto, la minoría dirigente.

Ya hicimos constar en los artículos anteriores que entre ambos elementos de nuestra sociedad se había producido a lo largo del siglo XVIII una radical discrepancia, pues mientras la masa general de los españoles continuaba apegada a sus tradicionales creencias, usos y costumbres, nuestras clases dirigentes se esforzaban en orientar nuestra política y nuestra cultura por otros derroteros más conformes con las tendencias utilitarias y racionalistas que prevalecían al otro lado del Pirineo.

Tal discrepancia se mantuvo en general latente, hasta que en 1808 se manifestó de manera explosiva, con motivo de la brutal intervención francesa en nuestra patria, que evidenciaba el fracaso de la política de servilismo y condescendencia practicada desde hacía tiempo por nuestros gobernantes con el vecino país; y así se explica que nuestro pueblo se rebelara iracundo, no sólo contra los invasores que habían penetrado a traición en nuestra patria, sino contra las autoridades españolas cómplices o consentidoras de aquella perfidia.

Pero ya nos advierte el gran filólogo e historiador Menéndez Pidal que "el pueblo, como mera colectividad, sin dirección, no es capaz de tomar la menor iniciativa... La actuación más popular que consideremos no puede producirse sin la levadura de una minoría" (7). Y así ocurrió, efectivamente, en aquella ocasión, pues, sin mengua de su espontaneidad, nuestro alzamiento antinapoleónico fue indudablemente estimulado y dirigido por la fracción más decidida y exaltada del bando fernandino.

Ahora bien, dentro de aquella fracción coexistían tendencias ideológicas muy diversas, que aun coincidiendo en los objetivos inmediatos del alzamiento, diferían notablemente en sus objetivos ulteriores; divergencias que no tardaron en ponerse de manifiesto, perjudicando a la unidad de dirección.

Por otra parte, la organización de Juntas provinciales para encauzar el alzamiento en los diferentes puntos en que se produjo, si bien pudo justificarse en los primeros momentos, dio ocasión para que se desbordara el particularismo congénito de nuestra raza y contribuyó también a que nuestro esfuerzo bélico se dispersase, con grave detrimento de su eficacia.

No menos se vio afectada la unidad de dirección de nuestro levantamiento antinapoleónico por las rivalidades que se suscitaron entre nuestros jefes políticos y militares, la mayoría de los cuales no supieron mostrarse lo suficientemente desinteresados para sacrificar sus miras y conveniencias personales al supremo interés de la Nación.

De este modo, aunque se llegó a constituir una Junta Suprema Central Gubernativa del Reino, para unificar la actuación de las diferentes Juntas provinciales, distó mucho de ser generalmente obedecida. Y el mismo papel desairado correspondió a las sucesivas regencias que se crearon para sustituirla.

Ni tampoco en lo militar se logró la constitución de un mando único, porque, desgraciadamente, nuestros caudillos más conspicuos de la época se mostraron por lo general tan presuntuosos como ineptos. Bies es verdad que su iniciativa se vio muchas veces coartada por la intromisión de representantes de la Junta Central, que, a imitación de la Convención francesa, los enviaba a los Ejércitos para fiscalizar la gestión de los jefes militares. Pues bueno será advertir que en su prurito de imitar en todo la conducta de los revolucionarios galos, nuestros dirigentes políticos de entonces se empeñaron en asegurar a toda costa la "supremacía del poder civil", cuando las circunstancias aconsejaban más bien la instauración de una dictadura militar.

Tiene, pues, razón Menéndez Pidal al atribuir la debilidad de España, más que a la indocilidad del pueblo, "que no sabe acatar a sus selectos", al "desacuerdo y a la invidencia de esos selectos, deficiencias que fraccionan y dispersan la dirección. La guerra antinapoleónica –prosigue- es el más señalado ejemplo. España, abandonada de todos sus altos dirigentes, muestra entonces el más espontáneo acuerdo nacional, unida firmemente en el supremo afán de su independencia, aunque dividida bajo dirección muy fragmentaria y bajo la oposición interna de encontradas ideologías" (8).

No por ello debe considerarse a nuestro pueblo totalmente libre de culpa en el malogro de sus propios esfuerzos y sacrificios en aquella ocasión. Pues, estimulado por el mal ejemplo de sus dirigentes y por la licencia que en los comienzos del alzamiento se concedió a los desmanes del populacho, se dejó arrastrar por su natural tendencia a la indisciplina y se resistió a encuadrarse en las filas del ejército regular para combatir a los invasores, prefiriendo agregarse con tal objeto, a las formaciones irregulares que en diversas regiones iniciaron desde muy pronto contra ellos las que más tarde se dio en llamar "guerra de guerrillas".

Por esta razón, nuestro "levantamiento en masa" de 1808 no se reflejó, como el francés de 1793 o el prusiano de 1813, en la formación de grandes ejércitos que encauzaron y consolidaron nuestra resistencia. Inútilmente se esforzó a tal efecto la Junta Central en elevar el efectivo de nuestras fuerzas armadas al medio millón de hombres, pues dicho efectivo nunca llegó a alcanzar en ningún periodo de la lucha la tercera parte de esa cifra, muy inferior a lo que podía esperarse de una nación que contaba con más de once millones de habitantes.

Cuando se critica la deslucida actuación de nuestras fuerzas regulares en la citada guerra, es preciso no perder de vista esa inferioridad de efectivos, que no puede achacarse tan sólo a incapacidad o desidia organizadora de nuestros dirigentes, sino al espíritu de anarquía que se había apoderado de nuestro pueblo y que les impulsaba a rehuir o menospreciar las normas de subordinación y obediencia tradicionales en nuestros institutos armados.

Por tal motivo, las formaciones de voluntarios que se constituyeron para reforzar nuestro Ejército permanente se mostraron por lo general indóciles a la acción del mando y demasiado impresionables al enfrentarse con el enemigo en campo abierto, y únicamente nuestras unidades veteranas, a pesar de sus graves deficiencias orgánicas, le opusieron en ocasiones una resistencia eficaz, salvando en todo caso el honor de sus armas (9).

Desgraciadamente, la proporción de tales unidades veteranas dentro del conjunto de nuestro Ejército fue disminuyendo progresivamente a causa de sus considerables bajas en oficiales y tropa, con lo cual dicho Ejército, sin aumento sensible de sus efectivos, decayó cada vez más en calidad y su actuación se fue haciendo así también menos eficaz. Hasta el punto de que, a comienzos de 1810, las fuerzas regulares españolas habían dejado de desempeñar el papel principal en la lucha contra los invasores de nuestro suelo, correspondiendo, en adelante, tal papel al ejército angloportugués acaudillado por Lord Wellington del que dichas fuerzas pasaron a ser meros auxiliares.

Bien es verdad que la resistencia española siguió manteniéndose tenazmente en la forma irregular de la "guerrilla", que adquirió precisamente su mayor auge por la misma época en que nuestras instituciones armadas declinaban. He aquí cómo el ilustre General Gómez de Arteche, en su conocida obra "Guerra de la Independencia", describe el proceso de formación de las guerrillas:

"... comenzaron con las desgracias de nuestros ejércitos los servicios de los que, influidos del anhelo de la venganza, por patriotismo, ultrajes recibidos en sus casas o familias, por espíritu, quizás faccioso, se creyeron capaces de, solos o en partidas impalpables, resistir con un éxito que, de otro modo, veían inasequible. Un desertor del Ejército que, dotado de gran valentía, se consideraba impotente en fila y había huido en la batalla como un cobarde, se puso a la cabeza de otros fugitivos de su país o de convecinos suyos atropellados por el francés, y salió a campaña con las primeras armas que tuvo a mano, sin otro abrigo, muchas veces, que el del cielo y aprovechándose del alimento que le proporcionaban sus amigos o del merodeo de sus secuaces. Sólo, en caso, la vanidad de los empleos y consideraciones militares le haría después agregar sus fuerzas a las regulares de la Nación; lo general era campar por su respeto, como vulgarmente se dice, creciendo y creciendo en fuerzas con la fama de sus hazañas para imponerse al enemigo y, no pocas veces, a sus mismos compatriotas" (10).

Para regularizar de algún modo la actuación de tales guerrillas, nuestra Junta Central dictó en 28 de diciembre de 1808 un "Reglamento de Partidas y Cuadrillas", que no dio los resultados apetecidos, porque los jefes de tales formaciones improvisadas se resistieron a acatarlo. En vista de lo cual hubo de ser sustituido por la instrucción sobre el "Corso Terrestre", de 17 de abril de 1809, donde se autorizaban las más crueles represalias contra el ejército invasor, cuyo mando adoptó a su vez medidas muy severas contra los guerrilleros. Y de este modo, se fue acentuando cada vez más el carácter de implacable ferocidad que nuestra lucha por la Independencia revistió desde los primeros momentos.

El General Arteche calcula en unos 50.000 el número de hombres encuadrados en las principales guerrillas, los que, unidos a los que integraban el Ejército regular, componían un total de poco más de 200.000 combatientes, que no corresponde, ni con mucho, a las disponibilidades humanas de la España de entonces.

¿Hasta que punto logró la actuación de aquellas guerrillas suplir las deficiencias cuantitativas y cualitativas de nuestro Ejército? ¿Resulta justificado atribuirles, como pretenden algunos autores españoles, un papel primordial y aun decisivo en nuestra victoria final sobre las huestes napoleónicas?

Para juzgar con algún fundamento acerca de tales cuestiones, convienen tener en cuenta el conjunto de circunstancias en que se desarrolló la actuación de tales guerrillas.

En primer lugar, las fuerzas del Imperio napoleónico empeñadas en nuestra patria, aun siendo considerables, no representaban más que una parte y no la mayor de las que aquél disponía, hallándose las demás combatiendo en otros teatros de operaciones de mayor importancia estratégica, dentro del cuadro general de la lucha de que casi toda Europa era teatro. "Si Napoleón no hubiera tenido que combatir más que con la coalición anglohispanoportuguesa y solamente en España –dice a este propósito el historiador francés Grasset-, y si la Europa entera coaligada contra él le hubiese permitido consagrar a esta guerra las fuerzas que exigía y de que disponía realmente, es indudable que habría triunfado a la vez del levantamiento español y del ejército de Wellington... ; la idea fundamental que debe dominar una historia de la guerra de España es que la península fue siempre para el Emperador un teatro de operaciones secundario, y que si sus ejércitos experimentaron reveses en dicho teatro fue porque él no consintió jamás en los sacrificios necesarios para triunfar allí, y ni siquiera reconoció a los acontecimientos desarrollados en aquella península la importancia real que habían adquirido" (11).

En segundo lugar, la presencia en nuestro territorio del importante núcleo de fuerzas angloportuguesas acaudillado por Lord Wellington vino a suplir la resistencia organizada de nuestro Ejército regular, cuando éste quedó prácticamente aniquilado tras la desastrosa campaña de fines de 1809. Obligados, pues, a enfrentarse todavía con aquellas fuerzas, los franceses no pudieron dedicarse desembarazadamente a perseguir a las guerrillas, con lo cual éstas pudieron tomar incremento y constituir para ellos, en definitiva, un nuevo problema. Debe, por tanto, concederse a Napier una parte de razón cuando afirma en su obra que las guerrillas españolas "habrían sido pronto exterminadas si los franceses, amenazados de cerca por los batallones de Lord Wellington, no se hubieran visto obligados a mantenerse reunidos en grandes masas" (12). Pero el historiador inglés se obstina en no reconocer, a su vez, la eficaz ayuda que tales guerrillas prestaron al éxito de las tropas británicas.

Como dice muy acertadamente el General Gómez de Arteche: "Todos los ejércitos franceses se hallaban ocupados en sofocar la sublevación de las provincias y ninguno podía distraer sus tropas en otro objetivo. Así al ejército aliado no se le oponía más que otro casi siempre inferior en número, debilitado por los destacamentos, mermado por el choque constante con los españoles... Tal es el secreto de las victorias de Lord Wellington, cuyo mérito sobresaliente no queda por eso rebajado en modo alguno" (13).

Sopesando unos y otros argumentos, puede resolverse, en conclusión, que la actuación de nuestras guerrillas contribuyó sin duda eficazmente al éxito de la resistencia española contra la invasión napoleónica; pero dentro de un complejo de circunstancias externas e internas extremadamente favorables, y sin el concurso de las cuales es muy dudoso que tal sistema de guerra hubiera logrado por sí sólo los resultados apetecidos.

En efecto, los que pretenden confiar, de un modo exclusivo o predominante, la defensa de nuestro suelo a formaciones irregulares improvisadas que no dejarían de constituirse espontáneamente en cuanto nuestra independencia nacional se viese amenazada, olvidan que tal sistema de guerra ha fracasado siempre, a la larga, cuando se ha empleado contra una gran potencia militar decidida a imponerse y suficientemente desembarazada de otras preocupaciones bélicas para dedicar a tal empresa los medios requeridos. Este fue el caso de Roma, que habiendo eliminado previamente a su más peligroso rival, Cartago, pudo consagrarse sin grandes agobios a la tarea de sojuzgar a España, consiguiéndolo al fin, a despecho de nuestra heroica, pero desordenada resistencia (14). Y la misma suerte hubiera correspondido, en definitiva, a nuestra patria frente al Imperio napoleónico, si éste no hubiera tenido que enfrentarse, dentro y fuera de nuestro territorio, con otro enemigo que nuestros valerosos e indisciplinados guerrilleros.

No debemos dejarnos engañar a este respecto por el auge alcanzado durante el transcurso y con posterioridad a la segunda contienda mundial por la denominada "guerra subversiva", pues los "partisanos" rusos tienen realmente muy poco de común con nuestros clásicos guerrilleros, ya que dichos "partisanos" se hallaban dirigidos y encuadrados por oficiales y clases profesionales del Ejército soviético, especialmente adiestrados para operar a retaguardia del enemigo, de concierto con las grandes unidades propias. Y algo análogo ha ocurrido en las posteriores insurrecciones armadas de Malaya, Indochina y Africa del Norte, inspiradas y planeadas por este sistema político internacional y dirigidas por agentes suyos, bien instruidos en tales métodos de lucha.

Y en definitiva, ni Francia, ni Italia, ni Yugoslavia, ni Polonia, ni Checoslovaquia fueron "liberadas" por sus movimientos internos de resistencia, sino por los ejércitos regulares aliados. Como tampoco fueron nuestras guerrillas las que, en 1813, expulsaron del territorio patrio a las huestes napoleónicas, sino las tropas anglohispanolusitanas que mandaba Lord Wellington.

Síguese de aquí que tales guerrillas no lograron suplir, ni mucho menos compensar, la falta de un ejército español suficientemente potente y bien disciplinado, en defecto del cual nuestras escasas e inconsistentes fuerzas regulares tuvieron que limitarse a desempeñar un papel secundario, bajo la dirección de un generalísimo extranjero, en la lucha de que nuestra península era teatro, lo que contribuyó no poco a la desconsideración de que fuimos objeto en el Congreso de Viena.

En prueba de ello copiamos el siguiente párrafo de un despacho que nuestro representante en el citado Congreso, don Pedro Gómez Labrador, dirigía en 29 de marzo de 1815 al Secretario de Estado don Pedro Cevallos, comunicándole la conversación que había sostenido con Lord Wellington acerca de la posible cooperación de nuestro Ejército en la nueva lucha que se avecinaba con Napoleón, recién evadido de la isla de Elba:

"Sería muy de desear que no fuera necesario que nuestros ejércitos entrasen en Francia, por el fundado temor de que, entrando, contribuyan a confirmar la mala opinión que hay de nosotros, pues así como nadie nos disputa el valor personal y la constancia, casi todos nos creen incapaces de orden y exactitud, sin lo cual no hay ejército que merezca el nombre de tal" (15).

Y no pararon en esto los daños ocasionados por el espíritu anárquico y particularista que presidió la resistencia española contra la invasión napoleónica. He aquí lo que dice a este propósito don José María Jover Zamora, catedrático de Historia Moderna y Contemporánea de la Universidad de Valencia:

"Cuando un pueblo individualista adquiere el hábito de "echarse al monte", colocándose al margen de la vida ciudadana legalmente establecida; cuando un pueblo secularmente mal gobernado aprende estupefacto que su garganta, su pólvora y sus alpargatas pueden prevalecer sobre la letra impresa de leyes, órdenes y reglamentos, queda abierto un camino más y nada despreciable para esa disolución del Estado en banderías inciviles consumada a lo largo de nuestro siglo XIX" (16).

Cerramos esta sección dedicada a glosar los aspectos negativos de nuestra Guerra de la Independencia con este comentario elocuente de uno de nuestros más ilustres escritores militares, el General Banús:

"En España falta en espíritu militar lo que sobra en espíritu guerrero; la Guerra de la Independencia no debió servirnos de ejemplo para ensalzar nuestra proverbial tenacidad, sino para demostrar que los ejércitos improvisados, las guerrillas, las partidas sueltas, no bastan para obtener paz honrosa y en ventajosas condiciones."

"Si España hubiese tenido un Ejército fuerte y bien organizado, quizá Napoleón no hubiese intentado la conquista, y aun cuando, como los austriacos, los prusianos y rusos, sufriéramos grandes derrotas y viéramos mermado el territorio, luego hubiéramos podido tomar el desquite, como lo hicieron los otros países. Por carecer de estos elementos tuvimos que someternos a Wellington, y después de proporcionar a los ingleses un campo de batalla para luchar contra su mortal enemigo, sólo conocimos el desdén y el desprecio de nuestros amigos. Seis años de continua lucha, en que el país fue presa de enemigos y aliados, sufriendo toda clase de calamidades, no tuvieron para nosotros compensación alguna, y los guerrilleros dejaron sembrado el germen que ha retoñado en nuestras guerras civiles" (17).

SIGNIFICACIÓN HISTÓRICA DE LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA

Los motivos ideológicos de la lucha fueron traicionados por la minoría liberal que se había refugiado en Cádiz, que se aprovechó de su circunstancial predominio en las Cortes allí celebradas para reformar nuestras seculares instituciones de acuerdo con las mismas doctrinas que nuestro pueblo reprobaba. Y de esta manera, al evacuar nuestro suelo, el invasor francés pudo ufanarse de haber sembrado en él la cizaña de la discordia civil.

Por otra parte, debido a las rivalidades que se suscitaron entonces entre nuestros dirigentes políticos y militares, el alzamiento español de 1808 careció de un jefe supremo, generalmente respetado y obedecido, que encauzara y orientara el inmenso caudal de energías físicas y morales que el entusiasmo de nuestro pueblo puso en acción. A esta falta de unidad de miras de las clases directoras correspondió la masa popular con una exacerbación de su tendencia habitual al desorden y la indisciplina. Y todo ello se tradujo en una desorganización casi absoluta, que restó eficacia a nuestra heroica resistencia.

No pudo evitarse así que, a principios de 1810, la mayor parte de nuestro territorio cayera en poder del invasor. Y mientras, en su cómodo refugio gaditano, nuestros orondos legisladores se desentendían de la marcha de la guerra para atender tan sólo a sus conveniencias políticas, la dirección de las operaciones quedó abandonada al arbitrio del mando inglés, al que nuestros ejércitos tuvieron en definitiva que supeditarse.

De este modo, la lucha en la Península se fue prolongando, con grave quebranto de nuestro prestigio nacional y de nuestra economía. Pues, para el Gobierno británico, el territorio peninsular constituía un excelente campo de batalla donde entretener y desgastar una gran parte de las fuerzas del Imperio rival, mientras llegaba el momento de darle el golpe de gracia. Y, por consiguiente, aquel no tenía prisa alguna en liberar nuestra partida, la cual quedaba, entre tanto, devastada por las tropelías y exacciones de ambos ejércitos beligerantes, que ocasionaron a nuestras fuentes de riqueza daños incalculables, de los que tardaron mucho tiempo en resarcirse.

Asimismo, el papel subordinado a que se vieron reducidos nuestros ejércitos en la lucha que se desarrollaba en la Península nos hizo aparecer ante las demás potencias como un país protegido de la Gran Bretaña, que había hecho dejación a favor de ésta de su derecho a figurar con personalidad propia en el concierto de las naciones (19).

En vista de lo cual no debe extrañar la desconsideración de que fuimos objeto en el Congreso de Viena por parte de las grandes potencias vencedoras del Imperio napoleónico. A pesar de su importantisima contribución a la victoria común, aquellas potencias dieron entonces a nuestra patria un trato de vencido. Y es que la admiración despertada por las heroicas hazañas de tantos miles de españoles generosos no bastó a compensar el descrédito en que nos hizo caer la desorganización e indisciplina de que, en su conjunto, dio muestras por entonces nuestro pueblo.

El levantamiento español de 1808 se malogró, pues, por falta de unidad de mando, de organización y disciplina. Si se consiguió al fin expulsar al invasor, falló, en cambio, el intento de regeneración nacional. En lugar de ello, tras la llamada "Guerra de la Independencia" se inicia en nuestra historia una era de desintegración política".......................


NOTAS:

  1. Véanse los números 238, 240, 241 y 243 de esta revista.
  2. Mateo, 12, 33.
  3. Histoire de la Guerre dans la Peninsule et dans le Midi de la France, depuis l’année 1807 jusqu’a l’année 1814 , traducción francesa del General Mathieu Dumas. (París, 1828, tomo I, lib. I, cap. I, pág. 36.
  4. Essai su la vie et les oeuvres de Francisco de Quevedo. (Alphonse Picard, edit. París, 1886, pág. 268).
  5. Lib. I. Canto I, LV, LVI.
  6. Citado por Louis Madelin: Le drame de Torrès Vedras. ("Revue des Deux Mondes", 1-15, de abril de 1944, pág. 207).
  7. Los españoles en la Historia. (Introducción a la Historia de España, editada por Espasa-Calpe. Madrid, 1947, tomo I, pág. XLVII).
  8. Ob. y ed. Cits., pág. XLIX.
  9. Como lo demuestra el heroico comportamiento de nuestros Guardias Valonas en la División del Norte, en Gamonal, y en Espinosa de los Monteros.
  10. Ob. cit., t. 5, pág. 95.
  11. La guerre d’Espagne. (Berger-Levrault, Edit. París, 1914, tomo I. Introducción, pág. XV-XVI.
  12. Ob. y ed. Cits., tomo I, Prefacio, pág. XV.
  13. Ob. cit., t. I. Introducción, pág. 105-106.
  14. Conviene advertir que la conquista de España por los romanos se efectuó de un modo metódico y gradual, y que nuestra resistencia tampoco fue general ni continua. El periodo más largo de lucha (incluyendo las guerras de Viriato y de Numancia) duró sólo veintiún años, lo que no resulta excepcional en aquel tiempo.
  15. Despacho de Labrador núm. 305, de 29 de marzo de 1815, incluyendo el borrador original de Wellington en que exponía sus opiniones sobre nuestro Ejército, citado por el Marques de Villaurrutia en su obra titulada "España en el Congreso de Viena" (Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, tomo 2, de 1906, pág. 12).
  16. La Guerra de la Independencia española en el marco de las guerras europeas de liberación. (VI Curso de Conferencias, celebrado en la Cátedra "General palafox", de Culturas Militar de la Universidad de Zaragoza, 1958, pág. 134).
  17. El Arte de ka Guerra a principios del siglo XX. (Imprenta del "Memorial de Ingenieros del Ejército". Madrid, 1907, pág. 414-415).
  18. Así debería llamarse también aquella guerra y no de "independencia", nombre que parece dar a entender que España no alcanzó hasta entonces personalidad política propia. Pero esta inadecuada denominación ha prevalecido entre nuestros historiadores más autorizados, y, con las debidas salvedades, tenemos que aceptarla.
  19. Tan es así, que cuando Gómez Labrador se presentó en París para firmar la paz con Francia le dijo Talleyrand que no hacía falta, pues Inglaterra había ya firmado por nosotros. (Despacho núm. 11, de 26 de junio de 1814, citado por Villaurrutia en su emncionada obra, "Rev. de Arch., Bib. y Museos., tomo 2, de 1906, pág. 186).