Por Juan Antonio Vallejo-Nágera
Durante
la estancia de Napoleón en Bayonne –del 14 de abril al 21 de julio de 1808-
para recibir a Carlos IV y Fernando VII, quitarles la corona de España y
entregársela a su hermano José, Bonaparte mantuvo como era su costumbre una
frenética actividad de todo tipo. En el resumen de estas jornadas encuentro
unas curiosas anotaciones:
“17
de junio, el emperador va a Biarritz a tomar un baño de mar. El 18 no sale de
su despacho. El 19 no sale de Palacio. El 20 va a Biarritz a tomar un baño de
mar. El 21 Su Majestad Imperial y Real se encuentra ligeramente indispuesto...
El día 24 su Majestad, ligeramente indispuesto, no sale de Palacio.”
Nos
muestra una insistencia desusada por entonces en tomar baños de mar, que le
sentaban mal.
El análisis detallado de os que hizo los días que no salía de palacio o estaba indispuesto evidencia una capacidad casi sobrehumana en cantidad y profundidad de las tareas resueltas. El emperador durante sus enfermedades luchó bravamente para no interrumpir sus deberes. Le veremos en Santa Elena redactar el complicado y minucioso testamento durante los intervalos de los accesos de vómitos y acosado por terribles dolores.
Napoleón
Tubo una “robusta salud delicada”, con múltiples achaques, actitud
hipocondríaca, dependencia de los médicos y al mismo tiempo una intensa
desconfianza tanto hacia los médicos como hacia las medicinas: “¿Una
consulta?, ¿de qué serviría? Todos ustedes trabajan a tientas. Otro médico no
vería mejor que usted lo que ocurre a mi cuerpo. Si afirma lo contrario, será
un charlatán.... “?¿Puede decirme en qué consiste mi enfermedad, donde se
localiza? ... “Guárdese sus medicinas, no quiero tomarlas y tener dos
enfermedades, la que ya tengo y la que usted me provocará con sus pócimas.” ...
“Ustedes los médicos trabajan al azar, con sus remedios provocan la muerte de
las tres cuartas partes de los que se les confían” ... Son palabras del
emperador a Antonmarchi, su último médico en Santa Elena, a quien encomendó su
autopsia: “Tras de mi muerte, que presiento próxima, quiero que abra mi cuerpo
... quiero que extraiga mi corazón, que guardará en espíritu de vino y llevará
a Parma a mi amada María Luisa... Le recomiendo que estudie mi estómago
con suma atención... no pase nada por alto.” Napoleón anuló arbitrariamente
en el segundo testamento el legado que en el primero dejaba al Dr. Antonmarchi
por haber dedicado exclusivamente dos
años de su plenitud profesional a atenderle en el destierro de Santa Elena. Antonmarchi
nunca llegó a convencerse y pasó años pleiteando con los herederos sin lograr
un céntimo. En realidad tuvo suerte en obtener el legado imperial; quizá no
llegó a conocer la nota marginal de Napoleón sobre él:
No
hay que desesperar, a los médicos nos dejan, a veces, un regalito.
La
afición de Napoleón a los baños es compartida por los restantes miembros de la
familia Bonaparte, José, durante su reinado en Nápoles y luego en España, se
ocupa en cuanto llega a un nuevo palacio de mejorar las posibilidades de baño,
el casero de aseo, y los placenteros en lagos o albercas.
En
mi libro Yo el rey sobre la entrada de José Bonaparte en España, deslicé la
idea de que la afición de los Bonaparte al baño deriva de los recuerdos y
nostalgias de su infancia en Córcega, y la costumbre compartida con los demás
niños de la isla al bañarse desnudos en las limpias aguas del puerto o de las
playas.
De
todos los Bonaparte, la que creó más complicaciones en torno a los baños fue
Paulina después de casada con el príncipe Camilo Borghese. Paulina era
caprichosa y extravagante en más de un sentido, pero en ningún otro como en su
aseo, al que dedicaba gran parte del día. El baño tenía dos etapas, la primera
en leche y la segunda en agua. Un criado negro, llamado Paul, la tomaba en
brazos del lecho y, desnuda, la sumergía en la leche templada, “cinco
galones”. No exigía leche de burra como en los precedentes imperiales
romanos, pero aun en la modesta resignación a la leche de vaca, tampoco es
fácil ese volumen diario, especialmente que leche era beneficiosa para su
cutis, pero se aburría, por lo que solía recibir durante el baño a un pequeño
grupo de íntimos, hombres y mujeres.
Naturalmente,
después de un baño en leche queda uno sucio y pegajoso; para evitarlo Paulina
tomaba al final de la inmersión láctea una especie de ducha de invención
personal. Paul, el criado negro, se colocaba en la habitación del piso
superior, en cuyo suelo había un gran orificio circular. Paulina se ponía de
pie, y recibía el cubo de agua templada que Paul vertía desde el piso de arriba
a través del agujero, mientras los visitantes masculinos se volvían
parcialmente de espaldas, en escorzo, a no ser que tuviesen que responder a
alguna pregunta de la “Venus Imperial” –asi la llama Len Ortzen en el
libro que dedica a Paulina-. No está claro por qué el negro debía subir a otro
piso en lugar de alzarse sobre una silla en la misma habitación, porque luego
era el negro quien bajaba presuroso a secar con una toalla a Paulina, y
llevarla de nuevo al lecho. Los visitantes encontraron excesiva la familiaridad
del criado con la desnudez de la hermana del emperador y se lo reprocharon a
Paulina, quien respondió cándidamente:
“¿Qué
más dá?, un negro no es un hombre.” Era mucha su inocencia.
La
costumbre costó a Paulina la pérdida de algunas amistades. No por la tertulia
durante el baño y las tres horas siguientes de toilette en
sugestivísima déshabillé, que
tenían un gran éxito, sino por los viajes. Paulina aceptaba, o provocaba, las
invitaciones. Enviaba días antes un albañil al palacio del anfitrión, para
realizar el amplio orificio entre el techo de su futura sala de baño y el suelo
de la de encima. Nunca reenvió al artesano después de su estancia a reparar los
desperfectos. Estas cosas acaba sabiéndose. Disminuyeron las invitaciones.
El
comportamiento del emperador en la bañera también era un tanto complejo. En mi
libro Yo el rey (pp. 61-63) lo describo a través de un diálogo imaginario entre
José Bonaparte y Constant, el valet de chambre de Napoleón, en una
jornada en que José utilizó el baño y el criado de su hermano. Como en todos
los palacios en que se alojó, Napoleón hizo instalar en Marrac, junto a la
bañera de la casa, la suya de campaña de tela encerada en un bastidor plegable
de madera. El diálogo se desarrolla así:
“(El
rey José) – ¿Qué bañera usa el emperador?
(Constant) -Majestad,
preparo a diario las dos, pues algunos días Su Majestad Imperial prefiere la de
campaña. El baño es por la mañana, menos los días en que toma baño de mar;
entonces usa la bañera al regreso, para quitarse la sal.
... Constant insistió en
ayudarme a desvestir, y me enjabonó en el baño.
-Con Vuestra Majestad es fácil, porque está quieto. El emperador dicta al secretario y lee papeles hasta durante el baño. También se mueve mucho en el agua; todos los días empapa el pañuelo de seda de Madrás que lleva anudado en la cabeza, y tengo que cambiárselo si no se viste para salir. En esta última parte del baño, cuando chapotea, disfruta y se pone a cantar.
-¡Ah! Pero ¿canta el
emperador?
-Sólo en ese momento. Lo
hace a diario.
-¿Qué es lo que cata, si
puede saberse?
-Si he de ser sincero con
vuestra Majestad, el emperador intenta cantar algún aria que le ha gustado de
las óperas que escucha. Hay veces que ni él mismo las reconoce; por eso acaba
volviendo siempre a La Marsellesa; esa la canta a diario. Si... no cabe duda de
que Su Majestad Imperial se siente más seguro y feliz con La Marsellesa. Es la
base de su repertorio.
Tampoco dejó Constant lugar
a dudas de que él estaba satisfecho de encontrar un auditorio tan ilustre, para
poner de relieve la importancia y la buena organización de sus cuidados.
-Mantenemos día y noche al
menos una de las bañeras con agua caliente. La vamos renovando con cubos que
suben de la cocina. Su Majestad Imperial tiene a veces la fantasía de tomar, de
repente, un baño a la hora más inesperada.”
El comentario de que
Napoleón “tiene a veces la fantasía de tomar un baño a la hora mas
inesperada” lo tomé literalmente de las memorias de Constant, porque lo que
“la fantasía” me parece precioso. En cuanto a mi interpretación inicial del
motivo de tantas abluciones imperiales, ya no estoy seguro. Una vez publicado
mi libro, leí el de Arno Karen, de pintoresco título: “Las glándulas de
Napoleón (Napoleon’s Glands and otherVentures in Biohistory”. Little Brown,
1984) en el que da otra explicación: Napoleón sufría prurito y picores que se
aliviaban con el baño. Asegura que se contagió de sarna en el sitio de Tolón en
1793, y que desde entonces arrastró una neurodermitis, cuya comenzón le
impulsaba a rascarse compulsivamente, de modo particular en estado de tensión
emocional, y también a buscar el alivio en un baño templado.
Son muchos los observadores
de la tendencia del emperador a rascarse en momentos de nerviosismo. La mano de
Napoleón acudía preferentemente a la cicatriz de una vieja herida, en la que
ocasionalmente se hacía sangre. Una de las interpretaciones de la típica postura
de su mano dentro de la casaca, entre dos botones, es que la aprovechaba para
calmar disimuladamente el picor de la piel. Otros la atribuyen al intento de
aliviar con el calor de la mano el dolor epigástrico. Veremos que la patología
digestiva del emperador es importante.
La epilepsia de Napoleón,
que tan frecuentemente se comenta junto con la de Julio César para consolar a
los padres de un niño que sufre sus primeras crisis comiciales, es discutible.
Hay sólo dos crisis accesionales de pérdida de la conciencia ante espectadores
fidedignos, entre ellos la emperatriz Josefina. La primera a los 36 años y la
segunda a los 40. Ambas precedidas de serios síntomas digestivos: espasmos,
sialorrea, dolores abdominales y vómitos.
La acentuación psicosomática
de las dolencias de Napoleón está muy aceptada.