Goya quiso matar al general Wellington

Por Jalbarca. Madrid, 16 septiembre de 1944

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Corrían ya los últimos meses de nuestra racial guerra de la Independencia, cuando España, que presenta en la historia de su Monarquía mutaciones dinásticas, pretendientes más o menos legítimos, proyectos, intrigas y confabulaciones, tratando de apoderarse del trono de San Fernando para ofrecer con los regios atributos, el destino nacional a un nuevo y en ocasiones desconocido señor, se encuentra al mismo tiempo con tres reyes, una Regencia y unas Cortes de autonomía suprema e independiente; lo que no impidió haber estado a punto de contar con un rey más, como pronto veremos.

Carlos IV forzado a dos abdicaciones y prisionero en Bayona, no escondía su rencor contra el propio hijo y heredero, insistiendo en considerarse único e indiscutible monarca, como así era reconocido por los seguros, aunque escasos, incondicionales que aun le quedaban.

Fernando VII, en poder igualmente de Napoleón y por quien se ve asimismo obligado a la renuncia de todos los derechos que le correspondían como Príncipe de Asturias, el Emperador para tratar con él, no podía olvidar el reino de España, apoyado por la fe ciega que hacía el Deseado sentía la casi totalidad del pueblo español.

José I, aunque tambaleándose en el asiento Real, donde su hermano le impuso, y refugiado en las ya prederrotadas armas francesas, torpe y perplejo, todavía disfrutaba, si bien en estertores, de los supremos privilegios hispanos.

Por último, el pueblo español llevaba adelante victoriosa y heroicamente, sin otros aliados que su fe, su exaltado amor a España, su indomable afán de independencia, y algunos británicos mandados por lord Wellington, cuyos éxitos y cualidades no vamos ahora a descubrir, llevaba adelante la guerra contra las formidables tropas napoleónicas.

Lo que sí nos interesa decir, y a eso vamos, es que la popularidad y entusiasmo que se ganó entre los españoles lord Wellington llegó a tales extremos, y alcanzaron tal vértice las manifestaciones de citados sentimientos y otros semejante en la admiración y en lo efectivo, que por un historiador sevillano así se describe una de las entrada en Sevilla del famoso mariscal inglés:

"El 11 de agosto entró en Sevilla sir Arturo Wellesley, con objeto de acordar, con la Junta Suprema, los medios de oponerse a la marcha del mariscal Soult hacia la baja Andalucía y tratar de las graves cuestiones que se agitaban en aquellos días. Hízole el pueblo un recibimiento entusiasta, hasta el punto de desenganchar las mulas de su coche y arrástralo con cordones de seda desde el convento de San Diego, extramuros de la ciudad, hasta la casa de los Ponce de León y Vicentelo de Leex, en la plaza de Santa María de Jesús, que se le había destinado para su morada."

No se extinguieron con ello estos fervores desbordados en espumas de cristal sonoro, sino que las propias Cortes gaditanas, sedientas a su vez por expresar el romance y el pregón de su viñeta, le conceden el ducado de Ciudad Rodrigo y, vinculada a él, la Grandeza de España, con facultad sucesoria. En el mismo año de 1812 se le otorga, sin parar en los trámites formulistas establecidos, la Gran Cruz de San Fernando, a la que sigue en rápida sucesión de máximos honores el Toisón de Oro y, poco después, el nombramiento de general en jefe de todas las tropas españolas, no sin la protesta de algún general español, que fue por ello sancionado y desterrado al Africa.

Desfilan con estos homenajes y laureles otros beneficios de carácter más utilitario que ideológico. Y culminan todos ellos en la aspiración de algunos que trataron de colocar, según veremos, a lord Wellington en el propio solio español, recogiendo la "Gaceta Diaria de Londres", que a la sazón se tiraba en Sevilla, en su numero 5, de fecha 24 de septiembre de 1813, esta noticia:

"En el periódico de Dublín titulado "Evening Post" se ha publicado el siguiente artículo: ARTURO I, REY DE ESPAÑA.- Sabemos por cartas particulares de España que la popularidad de lord Wellington entre los españoles llega hasta el entusiasmo. Comienza a prevalecer la opinión de que sería interés de la España, de la Gran Bretaña y de Europa el dar a su Señoría la corona de aquel país. Regularmente sería condición el que lord Wellington se hiciese católico, propuesta a que es muy probable accediese su Señoría. Dícese, y se cree, que algunos Grandes de España y Caudillos han diputado a Castaños, que es un amigo particular de lord Wellington, para explorar a su señoría sobre esta materia. Castaños hizo caer con mucha delicadeza la conversación sobre el punto, preguntando a su Señoría cual era su opinión sobre la conducta de Bernadotte en haber mudado su religión por la corona de Suecia. Su Señoría respondió que un deber para con al nación era, a su parecer, supremo sobre cualquier otra cosa, y que no era sino una aquiescencia razonable en todo hombre el adoptar la religión de un pueblo, con tal que fuera la religión cristiana, cuando el pueblo le llamaba de la vida privada para ponerle a él y a los descendientes en un trono."

No es de nuestro cometido ahora enjuiciar esta teoría del general inglés.

A pesar de ser, efectivamente, extraordinaria y brillante su fama y gloria ene le pueblo, ¿se obstaculizó este plan por una temida y previsible repulsa nacional? ¿Cortó de raíz Napoleón este intento, teniendo en cuenta, entre otras poderosas razones, tan trascendental proyecto, cuando abriendo casi seguidamente negociaciones con Fernando VII, se firmó el Tratado de Valençay, que no sin reparos, por cierto, reconocieron las Cortes de Cádiz, ante el deseo unánime del país? ¿Hubo por parte de la "Gaceta Diaria de Londres", absolutista y no muy incondicional, precisamente a lord Wellington, un plagio irónico del humor inglés, perspicaz, ingrávido y doliente en Oscar Wilde; complejo, demoledor y enigmático en Bernard Shaw, ambos geniales en el dominio malabarista del concepto contorsionado y de la pirueta en la sensación?

El caso es que no volvió a tratarse sobre tal idea. Y cuando, al año siguiente, lord Wellington entraba triunfalmente en la capital de España, expuso su deseo de ser retratado por nuestro inmortal Goya, que en el excepcional espectáculo de sus creaciones, junto a las turbadoras y extrañas pinturas negras y al claro, alegre y optimista ambiente plasmado en la orgía de luz y de colores de sus majas y castizos, era también el pintor de reyes y de la aristocracia.

¡Pero bueno era el temple del famoso baturro en aquellos tiempos! Sin ánimos para expatriarse, como tantos otros liberales o afrancesados, abatido y con la economía no muy asegurada, aun tuvo que enfrentarse con un dilema que le presentó Fernando VII, ya regresado, y que el propio rey resolvió con la más favorable salida.

Los nervios, pues de Goya estaban en plena efervescencia cuando el heroico mariscal se permitió hacer unas observaciones poco satisfactorias sobre los perfiles que se le tomaban. No soportó más Goya; cogió briosamente una espada y cerró con tal empuje sobre el lord, que de no haber sido por la rápida y decidida mediación de otros asistentes, consigue lo que no obtuvieron las tropas francesas, acabando allí los días y la espléndida historia militar del general inglés. Seguro y pacífico éste, encorajinado y todavía nervioso el artista, con su "carácter de diablo y su corazón de ángel", sirvió el lance de bromas y risas –cuando tantos sinsabores y desgracias pudo haber costado-, tras las sinceras y cordiales explicaciones de uno y otro.

He aquí por donde aun queda por apreciar en la gigantesca figura artística de Goya un nuevo motivo: Goya, posible regicida en la persona de "rey malogrado".