HEROISMOS SIN TESTIGOS. Episodio de 1809.

Por Angel R. Chaves. Ilustaciones de Méndez Bringa.


El pueblo dormía, no con ese sueño tranquilo del reposo y el bienestar, sino con el sopor que subsigue a las grandes catásfrofes.

No había más que tender la vista por donde quiera para convencerse de que allí acababa de posar su planta la guerra, ¡la maldita guerra!

Un montón de ruinas, todavía humeantes, eran muchas casas que habían ofrecido cómodo y desahogado asilo a generaciones enteras. Las mismas calles que menos habían padecido mostraban aquí y allá muros acribillados a balazos, informes huecos que los proyectiles habian ensanchado en lo que debieron de ser ventanas, y profundas brechas por las que se veían viviendas con los muebles destrozados y las paredes salpicadas de repugnantes manchas de sangre.

Los dos edificios de que más se enorgullecían los vecinos, ya que no hubieran quedado por completo inservibles, pedían reparos que, por lo costosos, sabe Dios cuándo podrían hacerse. La Casa-Ayuntamiento, no despreciable construcción de esa arquitectura un poco barroca de fines del siglo XVII, revelaba con sus recientes y mortales cicatrices haber sufrido un largo y doloroso asedio; y la hermosa torre de la iglesia, gallarda muestra del estilo mudéjar, con sus lacerías de ladrillos destrozadas, con los arquillos de sus estrechos ventanales ajimezados rotos en mil partes, decía a voces que en ella habían buscado su más sólida y quizá postrera defensa de los mantenedores de la causa nacional.

Pero más horrible era el espectáculo que ofrecían las estrechas y mal alineadas vías. Verdaderos hacinamientos de muertos, entre los que se veían mezclados los uniformes de los soldados imperiales con los burdos calzones y las ásperas camisas de los serranos, se destacaban al fulgor de la luna (aquella noche, aunque a trechos oscurecida por las nubes, en toda la fuerza del plenilunio) sobre charcos de sangre, cuyo hedor hacía lanzar lastimeros aullidos a los perros vagabundos que buscaban con que aplacar el hambre ante los despojos de aquella carnicería.

Y, sin embargo, aunque ningún ruido se escuchara en una población indudablemente por entero abandonada, alguien debía haber quedado allí, cuando los franceses, convencidos de la inutilidad de conservar tan penosa conquista, habían conseguido su marcha sin dejar siquiera la impedimenta de los heridos.

Para probarlo bastaba ver que la bandera coronada por el águila, que más por balandronada que por otra cosa se había izado en la casa del Concejo, yacía al pie del balcón principal sustituida por la veneradísima enseña de los defensores del trono legítimo.

II

Si en esto hubiera podido fijarse Pedro Renato Hibou, el sargento del 5º de línea, que con el brazo izquierdo atravesado de un balazo hacía poco había conseguido librarse de la horrible prisión del montón de cadáveres en que privado de sentido cayera sabe Dios cuántas horas hacía, hubiera dado gracias al cielo, si es que aquellos descreídos gabachos sabían hacer otra cosa que jurar como condenados.

Porque el arrostrar el peligro de que le pegaran cuatro tiros era preferible a seguir sufriendo la quemazón que sentía en la herida, y sobre todo soportar aquella devoradora sed producida por la alta fiebre que le abrasaba.

Por trances muy duros había pasado aquel veterano de las guerras de la República, que llevaba en su cuerpo cicatrices producidas por el plomo de los alemanes y de los austríacos; pero como aquel, ninguno.

La prueba de ello es que, no la vida, la cruz que por su mano había colocado en su pecho el Emperador la noche de Austerlitz, y los galones cosidos a su manga sobre los humeantes y heroicos escombros de Zaragoza, hubiera dado por un jarro de agua.

Pero no había que pensar en ello. Con aquellas piernas que apenas podían sostenerle, ¿cómo empeñarse en buscar en medio de la noche su regimiento, que probablemente estaría a legua y media o dos leguas de allí? En aquél desierto, ¿de quién esperar socorro y ayuda?

De haber conservado su fusil, posible es que un tiro hubiese acabado aquel horrible tormento; pero los fugitivos todo podrían haberlo olvidado menos las armas, que habían tenido el mayor cuidado de recoger.

El instinto de conservación, y sobre todo aquella maldita sed, le obligaron, sin embargo, a intentar un esfuerzo supremo. Sosteniéndose en las paredes, teniendo que tomar descanso cada seis pasos, emprendió una caminata sin rumbo fijo, sin objeto determinado. Encontrar alguien o algo que calmara aquella desazón insoportable era todo lo que se proponía.

Después de más de una hora de fatiga, redoblada por la dificultad que le ofrecían en muchos sitios los hacinamientos de escombros y hasta de restos humanos, tal vez palpitantes aún, llegó a la plaza del Ayuntamiento, que fue para él como llegar a la tierra de Promisión.

Hacia uno de los ángulos del irregular trapezoide que la formaban, le atrajo el susurro de una fuente que vertía sus caños en una ancha pila destinada a abrevadero del ganado. A uno de ellos, al que llegó casi arrastrándose, tuvo pegados los secos labios muchos, muchos minutos.

Después lavó cuidadosamente su herida, la vendó como pudo con unos harapos sacados de la mochila, y se sentó en la informe escalinata que por uno de los lados daba acceso a la fuente.

Tan aliviado se sintió con aquella doble operación, que ya por nada en el mundo hubiera dado aquella cruz cosida sólidamente al raído paño de su capote. Lejos de ello, con fuerzas se sentía para repetir cien veces sus hazañas de Austerlitz.

 

III

En aquel momento la luna, que espesos nubarrones habían tenido oculta, asomando su pálida y redonda cara entre un jirón abierto por el viento, iluminó la plazoleta con una claridad casi diurna.

La Casa-Ayuntamiento había padecido de un modo horrible. Sobre todo el balcón boleado, principal ornamento de su fachada, acribillado por todos lados por al metralla, sólo parecía mantenido en pie por un milagro de equilibrio.

Pero lo que fijó la atención del sargento Hibou no fue aquello. La bandera española, mal amarrada a los hierros que los proyectiles habían retorcido caprichosamente, enseñoreándose sobre el águila que le había guiado en cien combates, y que ahora yacía pisoteada entre el polvo, era un insulto hecho a la inmarcesible gloria de aquel Emperador que le había condecorado sobre el campo de batalla, al gran ejército que era su sola, su adorada familia, lo único que él tenia por digno de respeto en la tierra y fuera de ella.

Con un vigor que hacía unos momentos ni sospechaba hubiera, se lanzó hacia aquél símbolo querido, imprimió en él sus labrios con el respetuoso amor con que se besa la reliquia santa, y la alzó con el brazo derecho.

El izquierdo le pendía rígido y pesado a lo largo del cuerpo; pero no importaba. Aferrando el asta con los dientes, le bastaba el derecho para encaramarse al balcón y arrancar de él aquella bandera aborrecida para sustituirla por la que debía ondear allí, sino sobre todo el orbe.

Y lo hizo, ¡vaya si lo hizo! A pesar de los agudos dolores que le producía el movimiento, trepó por la juntura de las piedras y llegó con la mano hasta el barandal del balcón.

Pero allí tuvo una visión horrible. Una vieja cubierta de harapos, horriblemente desgreñada y más semejante a engendro creado por la más calenturienta de las pesadillas que a ser humano y real, apareció en el balcón asiendo con la mano sudorosa el palo de la enseña nacional y escupiendo a la faz del Sargento estas palabras:

-No la arrancarás, no. Mis hijos, mis nietos, todos los míos murieron haciendoos morder el polvo por defender este guiñapo con su sangre, y yo no he de ser menos. ¡Sube, si te atreves!

El francés, sobrecogido un momento, sonrió con lástima y se dispuso a continuar su ascensión. Pero la vieja, como si se sintiera reanimada por una fuerza sobrenatural, de tal modo zarandeó el balcón, que a éste se le vió vacilar sobre sus resentidos basamentos.

Hibou sólo tuvo tiempo de gritar con toda la fuerza de sus pulmones: Vive l’Empereur!"

Media fachada del Ayuntamiento se vino al suelo, sepultandole un alud de pedriscos.

La pobre vieja se hizo entre ellos cien pedazos el cráneo; pero su mano no soltó un momento la bandera, cuya asta clavándose entre los escombros, dejó que el adorado jirón te la que reprentaba la Patria siguiese ondeando al viento en auella noche de luna.