HORAS DE ESPAÑA EN EL MUNDO.

Alvaro de las Casas


Las continuas y brutales batallas que sostuvo España contra Napoleón de 1808 a 1814, parecen, a través de cualesquiera de los historiadoes, nada más que una guerra de independencia; una guerra feroz sostenida por los españoles, con deuedo incomparable, para expulsar de su patria a un ejército invasor y recobrar en toda su plenitud la soberanía usurpada. Por mi parte me atrevo a sostener que fue mucho, muchísimo más: fue una empresa que los hispanos llevamos a cabo, con sublime heroísmo, para redimir a Europa de la tiranía bonapartista y –siempre quijotescos- para encauzarla por los caminos que juzgamos más anchos y derechos. Y me atrevo a sostener esta tesis, que no puedo afirmas en comentarista responsable alguno, apoyándome en las siguientes evidentes razones que me parecen decisivas:

Fue una guerra esencialmente social, una guerra de principios en la que se enfrentaron dos concepciones antitéticas de gobierno: la que aspiraba a una monarquía centralista y liberal, encarnada en José Bonaparte y defendida por los llamados afrancesados, que fueron, en general, los más notables personajes del país, y que, a pesar de ser vencida por las armas, triunfó imponiendo su doctrina en la Constitución de Cádiz, y la que se debatía por una monarquía federal y conservadora, que, triunfante en los campos de batalla, fue vencida ala larga hasta el punto de tener que situarse contar el trono, a la muerte de Fernando VII, levantando bandera en los reales de su hermano el pretendido infante Don Carlos. Los cuales eran hijos de la Revolución, nietos del racionalismo francés; los otros eran hijos de Felipe II, nietos del tradicionalismo castellano.

Fue una guerra revolucionariamente política, declarada por el pueblo contra el borbonismo de Carlos IV y la organización político-administrativa patrocinada por sus consejeros, que empezó por restaurar las exánimes nacionalidades ibéricas, tan vigorosas en la Edad Media y tan debilitadas a partir del advenimiento de la dinastía francesa, en 1700; guerra que planteó la posibilidad de la independencia de Galicia, Vasconia y Cataluña e inició entre los europeos un movimeinto de precisos tintes nacionalistas que, más adelante, había de concretarse en la independencia de Bélgica, Grecia, Holanda, etc.

Fue una guerra continental en la que, aliados con los ingleses, ofrecimos los mejores baluarte al duque de Wellington para que desde nuestro suelo cerrase el cerco mortal que las potencias coaligadas establecieran con acerada contextura contra la ya insoportable tiranía del imperialismo francés, menos justificable a la sazón y mucho más ominoso que en los días deslumbrantes de Luis XIV.

Fue una cruzada que llevó a la muerte a miles y miles de hombres, que sucumbieron contentos porque ofrecían sus vidas a una causa que juzgaban redentora y creían de proyecciones universales; que se sacrificaron con un entusiasmo que, por cierto, no se vió por ninguna parte cuando años más tarde las tropas del duque de Angulema, también con banderas francesas al frente, pero con otros propósitos en su avance, cruzaron casi a su antojo toda la península. Estudiando las reacciones del pueblo español, un día frente a Napoleón y otro frente a Angulema, es como mejor se entenderá la trascendencia de la revolución madrileña de 1808.

El español ama a su patria con fervor y la defiende con tesón, igual –tal vez menos, desgraciadamente para él- que los hombres de otros países aman y defienden la tierra en que nacieron y la nación a que pertenecen, pero, muy por encima de la más ardiente pasión patriótica, cifra una serie de ideales, auténticamente ecuménicos y eternos, por los cuales está dispuesto a verter, en cualquier hora, hasta la última gota de su sangre. Acaso porque se creen demasiado grandes para tener que reducirse a una geografía tan pequeña; acaso porque se consideran demasiado fuertes para emplear su poder en meras acciones defensivas; acaso porque se juzgan espada de Cristo y escudo de su Iglesia, campeones de Roma y adalides de Europa, tutores y mentores de todas las razas y señores y árbitros de los destinos del mundo, es notorio que cuando los españoles se lanzaron a luchar con más brío y más riesgo, es cuando empuñaron las armas por motivos que decidían la suerte del orbe occidental. "El español –escribe en sus Memorias el caballero Casanova-, quiere que se le crea superior a sus semejantes, lo mismo que la nación se cree superior a todas las otras; quiere que quienes lo vean lo juzqguen digno de un trono y le supongan todas las virtudes que no podría el hombre ejercer con miras interesadas". En la última guerra civil, y el ejemplo es bien elocuente por su magnitud y su proximidad, murieron dos millones de españoles que pelearon hasta el postrer respiro y con valor sin límites, convencidos, persuadidos –en una y otra trinchera- de que podían decidir el triunfo de una forma perfecta de gobierno, que, ofrecida como ejemplo a todos los otros pueblos del mundo, los redimirá de sus miserias y los elevará a un sólido y permanente bienestar. Unos y otros se sacrificaron místicamente en aras de un ideal que para éstos y aquellos prefijaba una nueva forma de europeísmo, un nuevo camino, una nueva manera de vivir.

Para los españoles de 1808 no tenía la menor importancia que reinase Carlos IV o en su lugar José I: ambos significaban el imperio de dinastías por igual extranjeras, y si es verdad que éste no estaba prestigiado ni por su genealogía ni por título personal alguno, no lo es menos que aquél, por mil razones que no son del caso, había caído en un desprestigio que sólo encuentra parangón, en nuestra historia, en la miserable estampa del desdichado Enrique IV. Si la tenia vengar la inmerecida derrota de Trafalgar, en cuyas aguas se había perdido nuestra escuadra empujada al desastre por la desleal alianza del corso omnipotente, que sólo se había preocupado en tal oportunidad de mellar el poderío inglés a costa nuestra, dejándonos a la vez sin flota para que nuestros puertos quedasen indefensos y a su arbitrio las rutas de América, del todo francas a su proyectada expansión ultramarina; sí la tenía que un general afortunado mancillase las más venerables cortes de Europa con el tufo callejero de un ejército improvisado en las mismas barricadas de la Revolución, y encadenase a su despótico capricho el destino de decenas de naciones, reducidas a golpe de espada a una esclavitud insoportable; si la tenía que las naciones de Europa fuesen administradas como personal patrimonio puesto a pérdidas y ganancias en vulgar empresa comercial, en vez de ser restablecidas en los rumbos épicos de sus tradicionales aventuras. Y se lanzaron a la guerra ciegos de furor, sin pensar ni un instante en el inmenso sacrificio que podía comportarles.

Ningún pueblo entró jamás en un conflicto armado en condiciones tan precarias como el español, cuando el 2 de mayo de 1808 se alzó inerme contra Napoleón, dueño entonces de casi todo el continente y endiosado sobre generales de los más grandes que habían conocido las edades. Sus reyees y príncipes estaban en el destierro, fuera de las fronteras patrias sus ejércitos, presos o expatriados sus ciudadanos más representativos y todas sus bases militares ocupadas arteramente por los batallones franceses. Sin embargo, cuando asaltó el parque de Monteleón para armarse con los pocos fusiles y cañones que allí se almacenaban, y cuando firmó el desafió de Móstoles, y cuando se presentó en la batalla de Bailén sin pararse a medir la enorme superioridad del enemigo, tenía una fuerza avasalladora, porque estaba seguro de la razón de su justicia y cierto de que, expulsando a los invasores, podía decidir y salvar el destino de la desventurada Europa. Nada pudieron contra él los mariscales más insignes del siglo, aquellos que cien veces se habían cubierto de gloria en los deslumbrantes avances imperiales: Murat, Soult, Dupont, Vedel, Massena, Marmont, Verdier, Víctor, Moncey, Saint Cyr, Net, Junot... El rey José había predicho a su hermano el Emperador que su gloria se hundiría en España y a los españoles nada los amilanaba con tal que se cumpliesen el vaticinio. Nada tuvieron de doloroso las sangrientas jornadas, ya fastas ya nefastas, de Zaragoza, Gerona, Puente Sampayo, Ciudad Rodrigo y San Marcial, ante la alegre esperanza de ver a España libertada y a los europeos otra vez libre y seguros en sí mismos.

En aquella mañana madrileña del 2 de mayo, cuando las campanas de San Plácido todavía repicaban para la misa conventual y por las puertas de la Villa empezaban a entrar con sus canastas repletas los hortelanos de la ribera; en aquella inolvidable alborada primaveral, sutil como nunca la brisa del Guadarrama y como nunca amorosas las frondas del Buen Retiro; en aquella hora definitiva en que sonaron los primeros disparos d ela revuelta por las aun penumbrosas callejuelas del barrio de San Bernardo, España arriesgó su destino sin un titubeo y, sin una vacilación, se jugó al cara o cruz la suerte del mundo. Cuando abrieron sus navajas y se echaron a la cara los trabucos dispuestos a jugárselo todo en un lance, igual el pobre menestral de Lavapiés que el garboso oficial de milicias, la infanzona y la maja, el clérigo y el chispero, la monja y la tonadillera, el duque y el contrabandista, el pilluelo y el sacristán, el tendero y el segundón, todos con el mismo entusiasmo clavaron sus banderas en lo más alto, para que desde Moscú a Lisboa y de Atenas a Edimburgo las gentes viesen que España había tomado sobre sí la responsabilidad de librar el combate decisivo. De no haber resultado vencedores los compatriotas de aquellos héroes, que Goya vio horas después en la Moncloa alineados para el fusilamiento, Napoleón dueño de toda la Península, habría cerrado el estrecho de Gibraltar, se habría apoderado del norte de Africa hasta Suez, habría derrotado a Inglaterra, habría imposibilitado la independencia de los hispanoamericanos –bien fortalecidas las cortes de Madrid y Lisboa con el poder absoluto de su fuerza invicta- y Dios sabe hasta donde habría llegado en su afán de dominio universal. Vencieron –cara y agotadora victoria que arruinó a España por cien años y diezmó los doce millones de habitantes que tenía-, y nadie se acordó de darles la amplia recompensa merecida ni ellos se tomaron el trabajo de pedirla. Habían peleado sin interés, sin mezquindad, sin preocupación utilitaria, como siempre, y se contentaban con los laureles del triunfo, inútiles, sí, pero eternamente verdes y frondosos. Siempre quijotes y siempre donjuanes, se conformaron con demandar al emperigotado Congreso de Viena el justísimo reconocimiento de la reina de Etruria en sus estados patrimoniales de Parma, y, desdeñados por sus propios aliados de la víspera, traicionados más bien, tuvieron que contentarse con ver la duquesa de Luca: leve sombra de una desfallecida majestad que se había muerto para siempre.

Y reanudaron la batalla, empezando una guerra civil que había de durar hasta nuestros días, para decidir cuál era la mejor forma de gobierno, imponerla sin miramientos y luego ofrecerla a las otras naciones como el único ejemplo a seguir.