LOS ESPAÑOLES EN EL LANGELAND, 1808

Por Andrés Allendesalazar y Bernar.


Mapa con la disposición de las fuerzas enviadas (164.475 bytes)

Es posible que en ciertos aspectos los recuerdos del pasado tengan una menor importancia, como enseñanza, ante los problemas del presente y del porvenir, tal como sucederá con lo que se relacione con los medios materiales para la guerra, que tanto han variado a través de los tiempos, pero hay, por lo menos, un punto en que esos recuerdos históricos tienen siempre interés y ejemplaridad: son los que se refieren al "factor hombre", los que muestren patriotismo, valor, lealtad y decisión en los momentos excepcionales que pueden presentarse. Se combata con lanzas y espadas contra escudos y rodelas, con ballestas, con arcabuces, con fusiles, cañones y ametralladoras, con carros, con aviones o con energía nuclear, siempre el hombre y su temple serán lo esencial en la guerra como en la paz. Y es interesante recordar, especialmente los casos en que un grupo de españoles, en país lejano y aislados de toda comunicación con la Patria, tuvieron una actuación en la que dieron ejemplo de esas cualidades en las que tanto brilló el carácter hispano.

Desde las hazañas de los Almogávares en Oriente, pasando por las de Hernán Cortés, Pizarro y demás conquistadores de las Indias, con sus reducidos contingentes, seguidas de la digna y ejemplar conducta de los que sufrieron el subsiguiente cautiverio, ha habido variadas ocasiones en que los españoles dieron ejemplo de saber cumplir heroicamente su misión, a pesar de lo enormemente dificultoso de las circunstancias.

Tiene interés el episodio que vamos a recordar por lo que se refiere a uno de esos momentos (afortunadamente excepcionales) en que hay que decidir, y sin ocasión ni tiempo de vacilar, dónde está el verdadero camino de la lealtad y el patriotismo, presentándose un dilema que no todos, desgraciadamente, saben resolver como se debe. Son esos momentos excepcionales en que aparentemente, a algunos les parece que se quiebra la sumisión debida a un poder que se erige en tal, pero que no es legítimo en su origen y conduce precisamente a destruir la independencia, la dignidad, la unidad y aun la vida de la Patria, y otros por el contrario, comprenden que la verdadera lealtad consiste en alzarse contra ese falso poder y luchar hasta vencerlo. Tal fue el trance en que se emprendió el alzamiento de 1808, contra el régimen que quería imponernos Napoleón. Y si esto es siempre difícil cuando puede resolverse con conocimiento de todas las circunstancias del caso, lo es más cuando hay que adoptar la decisión en lugares muy alejados, aislados de toda clase de noticias y rodeados de fuerzas contrarias muy superiores.

Esta fue la situación de la División española mandada por el teniente general don Pedro Caro y Sureda, marqués de La Romana, destacada en Diciembre en el año de 1808.

Antecedentes

Contra una vulgaridad, bastante difundida, que supone que España ha carecido de política internacional, puede demostrarse (y alguna vez habrá ocasión de hacerlo detallada y cumplidamente) que siempre fue acertada y digna ya que, en general, las guerras, paces y alianzas que se hicieron tenían un carácter ideológico y solían ser "de vida o muerte" para la cristiandad y la civilización, manteniéndose, en cambio, la neutralidad en las luchas y combinaciones que nada vital se ventilaba por reducirse a cuestiones de rivalidad y competencia entre otras potencias. Pero así como puede decirse, de un modo absoluto, que siempre hubo una política internacional, sólo se puede afirmar que casi siempre fue acertada, pues en esto hubo excepciones, pocas y concretas, sobre todo en el siglo XVIII, en que se entró en complicaciones de muy discutible oportunidad. Pero, sobre todo, hubo una ocasión en que esa política fue desacertada y además desastrosa e incluso vergonzosa: fue la seguida en una parte del reinado de Carlos IV, sobre todo durante la privanza de Godoy. La época del Tratado de San Ildefonso y la subsiguiente sumisión a Napoleón I. El Tratado de Basilea era una necesidad, dado el resultado de las campañas, el empuje, el "élan", de la Francia revolucionaria y la dirección, luego, de Bonaparte. Todas las naciones fueron firmando paces análogas, incluso en algún momento Inglaterra, la más tenaz resistente. Pero no era necesario el Tratado de San Ildefonso y la alianza con Napoleón, ni la sumisión con que se le sirvió por Carlos IV y Godoy. Puede que no hubiera sido posible, seguir en una actitud, como la que, con tesón, mantuvo la Gran Bretaña contra "el Corso", pues disponía ese Reino de otras circunstancias geográficas y de poder naval que le permitían ese "lujo", pero eso no era razón para salir de nuestra neutralidad, y además entregarse, como se hizo, de un modo servil a los designios de Napoleón; éste comprometió a España en sus ambiciosas aventuras, obligándonos a darle ruinosos subsidios, y llevarnos a una guerra naval contra una potencia de poderosa Marina, en cuya lucha perdimos en Trafalgar nuestros mejores barcos y muchos de nuestros mejores marinos. Si una política como esa se considera "política internacional" más valdría que, en ese caso, tuvieran razón los que dicen que no la tuvimos. El emperador Napoleón más que los verdaderos intereses de Francia (cuya opinión hubiese preferido una paz que le asegurase los límites que siempre ha considerado como "naturales") tenía en su mente y actuaba bajo la idea del "Imperium", el dominio de toda Europa (y después también la de los países extraeuropeos), pero no una Unión, que respetase el sello, no sólo francés y revolucionario, sino su propio sello personal, "napoleónico", y creyó empresa fácil dominar a España, y, como consecuencia, a sus "Indias", lo que la situación española, bajo el mando de Carlos IV y del Príncipe de la Paz le hacía ver que era "fruta madura". Con astucia suficiente para engañar a aquellos ilusos gobernantes (a los que era intelectualmente tan superior), iba preparando las bases de su proyectada empresa.

Tropas españolas en Toscana

Una de las medidas que convenían para los designios del Emperador era sacar algunas tropas españolas fuera de nuestro territorio nacional, no sólo para utilizarlas para sus operaciones militares, como lo hacía con las de diversas nacionalidades, sino principalmente para disminuir la posible resistencia de España, cuando creyese llegado el momento de dominar completamente nuestra Península.

Ya intentó que se le facilitase un contingente de 6.000 hombres para sofocar la rebelión de la isla de Santo Domingo, que era en aquel momento posesión francesa, a cuya petición consiguió oponerse Carlos IV, alegando que necesitaba de todas sus fuerzas militares para defender las costas peninsulares contra los ingleses.

Luego Napoleón movió astutamente los asuntos de Italia y como había despojado de los Ducados de Parma, Plasencia y Guastalla a la rama menor de la Casa de Borbón, a la que pertenecía la Reina María Luisa, convino con el Gobierno de Carlos IV entregar la Toscana (arrebatada a una rama de la Casa de Austria) con el nombre y categoría de "Reino de Etruria" al heredero de Parma, el Infante Don Luís, casado con la Infanta María Luisa de España, hija de Carlos IV. Este, dado su amor a la familia, y aún con la idea de que era buena política el mantener una sombra de influencia de España en Italia, aceptó esta solución a costa de ceder España territorios de Soberanía en América. Pero Bonaparte entretuvo a los flamantes "Reyes de Etruria", recibiéndolos y agasajándolos en París, y dando largas y más largas, dilaciones y más dilaciones, con lo que consiguió que partiese del propio Carlos IV la propuesta de enviar tropas españolas a guarnecer los territorios toscanos, como medio de asegurar la efectividad de la nueva Soberanía; efectividad que tampoco se alcanzó.

Con esto ya consiguió Napoleón sacar de España un contingente de tropas. Fueron estas: los regimientos de Zamora y Guadalajara, de Infantería de Línea; el de Voluntarios de Cataluña, de Infantería Ligera; los de Caballería de Algarbe y de Dragones de Villaviciosa, y una Batería Montada de Artillería.

La División al Norte de Europa

Después de esto, Napoleón, que ya planeaba como inmediata la dominación de España, propuso se le mandasen 3.000 soldados de Caballería para el sitio de Hamburgo, y luego 6.000 de Infantería, y en sus instrucciones a su Ministro de Relaciones Exteriores, Príncipe de Benevento (el inteligente y desaprensivo Tayllerand), le encargaba consiguiese esto del Gobierno español, añadiendo textualmente; "...Si no lo quieren, todo se acabó."

Por fin consiguió sus propósitos, forzando su ascendiente con Godoy, al que engolosinó, contando con su ambición y poco talento, con el ofrecimiento de un Principado Soberano en los Algarbes, cuando se ocupase Portugal, con cuyo pretexto entrarían sus tropas en España y, halagando también a los Reyes con el ofrecimiento de un Reino "de la Lusitania Seteptrional" para los Infantes Luís y María Luisa, a los que ya no se daba posesión del de Etruria. Con esto se consiguió se accediese al envío de una fuerte División al Norte de Europa, formada por las tropas que habían guarnecido el ilusorio Reino de Etruria, y otras que, con estas maniobras, alejaba aún más de nuestra Península. Obtenía con esto Napoleón un doble fin para sus empresas: el fin primero y aparente (que no dejaba de tener importancia) era nutrir con tropas españolas el número de fuerzas que, en las costas del Norte de Europa, mantenían el bloqueo continental para tratar de arruinar el comercio de Inglaterra; y el segundo fin, no declarado, pero más importante para él, era el de restar fuerzas al Ejército español en la Península, para así, más impunemente, ocupar el territorio de nuestra Monarquía.

La organización de la División del Norte, estaba integrada por los Cuerpos siguientes:

      1. Zamora, con 2.566 hombres.
      2. Guadalajara, con 2.282 hombres.
      3. Asturias, formado por 2.337 hombres.
      4. Princesa, con 2.286 hombres.

      1. Voluntarios de Cataluña, con 1.200 hombres.
      2. Voluntarios de Barcelona, con 1.200 hombres.

      1. del Rey.
      2. del Infante.
      3. Algarbe.

      1. Almansa.
      2. Dragones de Villaviciosa

En total 14.905 hombres, 3.088 caballos y 25 cañones.

El Marqués de La Romana

El mando de esta fuerza se confió al Teniente general don Pedro Caro y Sureda, III marqués de La Romana, a la sazón Capitán General interino de Cataluña, a cuyas guarniciones pertenecían casi todos los Regimientos que, juntamente con los procedentes de la ocupación de Toscana, formaron la División del Norte.

Este General de ilustre familia valenciana y mallorquina, cuyos miembros se habían distinguido en los altos mandos del Ejército, tenía también una brillante historia militar. Había nacido en Palma de Mallorca en 1761.

Alférez de Fragata, solamente, pues después de haber servido algún tiempo en la Armada a las órdenes de Gravina, estalló la guerra contra la Revolución Francesa de 1793, deseó luchar en forma más directa contra aquella República, por lo que solicitó y obtuvo el pase al Ejército como oficial de Infantería. Alcanzó sus ascensos por méritos de guerra hasta el grado de Brigadier, y después, también por méritos de guerra, los de Mariscal y Teniente General.

Traslado al Norte y concentración en Maguncia

Las tropas que habían guarnecido Toscana fueron por la Alta Italia y Babiera a concentrarse todas en Maguncia y reunirse con las unidades que habían sido llevadas del Norte de España a través de Francia, casi todas por Lyon y alguna por Burdeos.

En Maguncia se organizó la División tomó el mando el marqués de La Romana. La marcialidad, disciplina y lucida presentación de las tropas españolas, llamaron la atención del Rey Maximiliano de Baviera, entonces aliado de Napoleón, y de los Mariscales franceses, que creyeron que eran tropas escogidas, de "elite", cuando, en realidad, fueron designadas para el caso por suerte o por su proximidad a las fronteras.

Este hecho nos obliga a una observación: por muchos sobre todo en el siglo XIX, se ha dado a entender que el Ejército español se hallaba en un estado de desorganización o decadencia, y que sólo gracias a la acción "del pueblo" se hizo el "Levantamiento, guerra y revolución de España" (como decían los escritores de entonces, siguiendo a Toreno). Pero el hecho de que unas tropas, elegidas por azares geográficos tuvieran esa presentación, y que los hechos posteriores probaron que correspondía a una real superioridad, revela que no había tal decadencia, pues la presentación lucida y la eficacia guerrera de unas tropas se tiene que deber no sólo a la buena calidad de los soldados, sino a la eficaz acción de los jefes y oficiales que los han formado, y a los Generales, con mando sobre esas unidades; es decir, a todo el Ejército. La política desastrosa y desacertada del Príncipe de la Paz (pues en la primera parte del reinado de Carlos IV tuvo éste los mismos Ministros, que, ideologías aparte, fueron eficaces organizadores en el de Carlos III) puso al Estado y, por consecuencia, a la Nación en una situación muy lamentable, pero no bastan unos años de mal gobierno para que se pierdan las virtudes de unas instituciones, entre ellas el Ejército, que se conservan y en un momento dado salvan a la Patria. Como sucedió entonces. Además, Godoy tuvo grandes faltas y errores, pero no fue un "triturador" del Ejército, el Ejército supo conservar su espíritu y cumplir su misión con eficacia, y cuando hizo falta, con heroísmo.

El sitio de Straslund

Llegada la División al Norte de Alemania, y teniendo que obrar según las órdenes del alto mando francés, ejercido por el mariscal Bernadotte, Príncipe de Pontecorvo, algunos de los Cuerpos tuvieron que cooperar al sitio y toma de Straslund, plaza de Pomerania, región que estaba entonces en poder de Suecia, a la sazón en guerra contra Francia. Fueron estas unidades los Regimientos de Guadalajara y de Voluntarios de Cataluña y los Dragones de Villaviciosa; todos ellos se distinguieron, entre las otras nacionalidades, por su actuación en aquella empresa, citándose especialmente al de Voluntarios de Cataluña.

Después de esta operación, que fue dura, se concentró a la División en Hamburgo, para prepararla para nuevas empresas, pero Napoleón ya estaba empezando a ejecutar sus planes para invadir España, temió que, al darse cuenta de ello, estas fuerzas pudieran rebelarse y decidió trasladarlas a Dinamarca para dispersarlas entre la península de Jutlandia, el Schleswig y las islas que integran dicho reino. El 14 de marzo de 1808 empezaron a desembarcar las tropas españolas en el puerto de Odense, en la isla de Fionia.

Dinamarca y los daneses

Un matiz interesante de estos episodios y del que no se han ocupado, generalmente, los historiadores de estos sucesos, es la actitud de Dinamarca, como Estado, y de los daneses, como nación, ante los españoles. Dinamarca tuvo que someterse entonces a la voluntad de Napoleón como lo ha tenido que hacer posteriormente a otros poderes, por que ese es el sino de las naciones pequeñas en su roce con las grandes; lección expresiva para los pequeños separatismos regionales, que, si esto sucede a una nación pequeña, pero de verdadera personalidad y larga y gloriosa historia, debe hacer pensar a los que fundan sus tendencias secesionistas en hechos "diferenciales", tan inoperantes como el de tener un idioma particular.

Por ello, el Gobierno y las tropas danesas tuvieron que coadyuvar con las napoleónicas en vigilar y, en su caso, cercar a los españoles, pero no fue esa la impresión de la "población civil", y, en su fuero interno, seguramente el sentir de los militares y autoridades de aquel reino, sentir que no podrían exteriorizar.

Consta que fue grande la simpatía de los habitantes del país por la corrección y comportamiento de las tropas españolas, que contrastaba, sin duda con las de los contingentes de otras nacionalidades que servían a Napoleón. Fueron tan populares que existen curiosos grabados hechos por los daneses, representando todos los uniformes de la División española. Y lo más notables es que el recuerdo de esa buena impresión se conservó y se vino transmitiendo de padres a hijos, y así el 14 de marzo de 1908 se conmemoró solemnemente en Odense, punto de desembarco, el Centenario de ese hecho, en recuerdo y elogio de la conducta de los españoles durante su estancia en Dinamarca. En este homenaje a España pronunció una conferencia un sabio profesor, el doctor Carl Smuts, quien recordó la ejemplar conducta de los españoles, que no había sido olvidada en el transcurso de un siglo. Hubo un festival, interpretándose música española y nuestra Marcha Real, con asistencia de las autoridades del país y de la representación diplomática y consular de España. De este homenaje se hizo mención, para agradecerlo y resaltar su significación, en una sesión del Senado de España en dicho año de 1908.

La intencionada dispersión y aislamiento de las fuerzas

Una vez en Dinamarca, todas las tropas que formaban la División procuró el Mando francés el fraccionarlas en distintos lugares, a lo que se prestaba bien la condición insular de la mayor parte de las provincias de aquel reino.

Se trató de pasar algunas unidades a Zeeland, lo que hubo de retrasarse por la próxima presencia de una escuadra inglesa en el Grand Belt, pero al fin se consiguió situar en esa isla a los Regimientos de Asturias y Guadalajara. Los demás quedaron, de momento, en el Schleswig, y de allí los fueron destinando a diversas localidades de Fionia y del Langeland.

Se hallaban, pues, aislados unos Cuerpos de otros, rodeados de fuerzas francesas y de otras obligadas a obedecer a Napoleón, entre ellos el ejército danés, y bajo el mando del mariscal Bernadotte, pero, sobre todo, en completa incomunicación con España. Piénsese lo que eran las comunicaciones en aquellos tiempos, bloqueado el continente por el mar y los caminos de tierra a través de Francia y de la Alemania ocupada por Napoleón, así es que ninguna noticia de la Patria podía llegar a aquellos españoles. Sin embargo, por intuición y buen sentido comprendían que algo anormal estaba ocurriendo, y más se les hizo sospechoso el hecho de no recibir sus correspondencias familiares (que claro está, el Mando francés cuidaba de que no llegasen) y recelaban, con razón, que pudiera estar intentando algo como lo que se iba a hacer con Portugal.

El dilema

Y llegó el momento de presentarse el problema de optar entre la sumisión o la resistencia. No llegaron, ni era posible que llegaran, noticias directas de los que, en España, se enfrentaban con la solapada, y luego ya, descarada invasión. Lo que sí llegó fue un pliego del afrancesado don Mariano Luís de Urquijo, Ministro del Rey intruso José I, participando la exaltación de éste al Trono de España, y mandando reconocerlo y jurarle como Rey.

En Fionia, los Regimientos de Almansa y Princesa se amotinaron, acogiendo la comunicación con gritos de viva España y muera Napoleón sin que, de momento, tuviese este hecho consecuencias.

En Zelandia, los de Asturias y Guadalajara se sublevaron y mataron a un ayudante del General francés Friorion e intentaron también hacer lo propio con el General; pero, cercados por fuerzas muy superiores, fueron desarmados y hechos prisioneros y ya no pudieron unirse a los demás Cuerpos y seguir su suerte.

El General marqués de La Romana comprendió que, en aquel momento, una negativa rotunda, suponía que las tropas dispersas por las islas danesas fueran cercadas y desarmadas por la superioridad numérica de las que dependían de los franceses y que se frustrase su liberación, difícil, pero posible, y su vuelta a España, y optó por suscribir un reconocimiento, pero con la previsión y el valor (grande en aquellas circunstancias) de escribir expresamente lo que hacía "con la condición de que José hubiese subido al Trono sin oposición del pueblo español". Con ello evitó, de momento, que todos los Regimientos sufrieran la suerte de los de Almansa y Princesa, que quedaron cautivos hasta el fin de las guerras napoleónicas y no pudieron tomar parte en la de la Independencia.

Claro está que los españoles de la División no tenían noticia ni del Dos de Mayo, ni del Alzamiento general de España, ni de la constitución de las Juntas Generales, y de la Junta Central Suprema, pero aun así intuían algo de la situación y comprendían de qué lado estaba su deber con la Patria.

Era, como decíamos al principio, uno de esos casos excepcionales, pero que todos hemos visto presentarse otra vez, en que surge la oposición entre la obediencia a un poder de hecho, pero ilegítimo por su origen y destinado a conseguir la destrucción de la Patria o la resistencia a ese poder en defensa de la verdadera lealtad.

En efecto: el poder de José Bonaparte era, a todas luces, ilegítimo. No sólo porque las renuncias de Carlos IV y Fernando VII se habían obtenido con engaños y violencia, sino porque, aunque las hubieran hecho con libre voluntad, tampoco hubieran sido válidas, porque no tenían el derecho de entregar el Trono y la Nación a Napoleón. Carlos IV tenía derecho a abdicar, como lo hizo en Aranjuez, y tenía que pasar la Corona a quien le correspondía, que era Fernando VII. Pudo éste abdicar y la Corona pasar al próximo heredero, que era entonces su hermano el Infante D. Carlos, y así sucesivamente dentro de las Leyes de Sucesión que regían en el país.

Así, cuando Alfonso I el Batallador, Rey de Aragón dejó, en testamento, sus Estados a las Ordenes de Caballería de Jerusalén, y cuando Pedro II, también de Aragón, los quiso hacer feudatarios de la Santa Sede, el Reino anuló sus disposiciones y proclamó Rey a quien por sus Leyes correspondía.

Además de la ilegitimidad de esa cesión, comprendían los españoles que ello suponía la pérdida de la Independencia, de la Unidad y de la vida de la Patria y así es que, no sólo no era obligada la sumisión, sino que la lealtad verdadera obligaba a la resistencia. Conocían, además, por lo ocurrido en otros países que el propósito de Napoleón era establecer su dominio, y que el origen de su poder era como "consolidador" de los principios de la Revolución Francesa (aunque refrenadas las libertades a su poder absoluto) y esos principios eran contrarios a las creencias, espíritu, costumbres y fueros de los españoles. En cambio, el poder de la Junta Central Suprema era el legítimo, no sólo por responder a la voluntad y espíritu de la Nación, sino porque procedía de instituciones como los Ayuntamientos y Concejos de tanta tradición y arraigo en España de las Juntas como la del Principado de Asturias, del Señorío de Vizcaya y otras y aún de las Cortes, como las del Reino de Aragón, todos ellos poderes legales, que además contaban con el respeto y la adhesión de la Nación.

Además, la incompatibilidad ideológica de la inmensa mayoría de los españoles, con lo que representaba el poder de Napoleón, fue uno de los factores de la tenaz resistencia a la invasión francesa, pues no hacía ni un siglo completo que, en la Guerra de Sucesión, la mayor parte de España había tomado partido a favor de Felipe V de Borbón, nieto de Luís XIV, y había luchado a su favor, junto con Ejércitos franceses, con el mando de Generales franceses, como el Duque de Vendome y otros; pero era porque el reinado de Felipe V no suponía una tendencia contraria a la Religión y al orden como la procedente de la Revolución y porque el Duque de Anjou era el heredero designado, como de mejor derecho, por el Rey Don Carlos II. Y aún más significativo en este sentido es que, a los pocos años de la Guerra de la Independencia, el Ejército mandado por el Duque de Angulema ("los Cien Mil Hijos de San Luís") fue bien recibido y secundado por la mayoría de los españoles, porque venía a restablecer a Fernando VII en su poder tradicional contra las novedades políticas, que se consideraban peligrosas por provenir de la ideología de la Revolución francesa.

Los afrancesados

Y sin embargo, se dirá: hubo "afrancesados".

Los hubo con varias motivaciones diferentes de tal actitud:

Algunos veían cómo Napoleón, de una nación en difícil situación financiera, en los últimos tiempos de la Monarquía, caída en la anarquía y el terror bajo la convención y en la más escandalosa prevaricación bajo el Directorio, acosada por toda Europa, había hecho un Imperio dominante en Europa, organizado un Estado floreciente y hasta legislado en todas las materias con principios que, entonces, parecían acertados a muchos, y pensaban que un régimen inspirado en esas bases y guiado por el genio del "Gran Corso", podrían regenerar a España y librarla de muchas deficiencias que en nuestra Patria observaban. De esta clase de afrancesados de buena fe hubo incluso hombres eminentes y de grandes méritos, como el insigne almirante Mazarredo.

Una segunda clase de afrancesados fueron los incluidos por la "Enciclopedia" y la "Ilustración" del siglo XVIII a los que muchos de los principios teóricos de la Revolución francesa eran gratos, pues creían en las doctrinas de Montesquieu y de Rosseau, e incluso en las ideas de Voltaire, y muchos estaban complicados en las sociedades secretas.

Sobre esto hay también un lugar común, bastante repetido, y que, bien analizado, no responde a la realidad: se suele decir que "las bayonetas de los soldados de Napoleón trajeron a España las ideas de la Revolución". Y no es así; esa influencia es anterior. No puede uno figurarse a los soldados del Emperador, a los grognards poniendo cátedra ante los españoles para inculcarles las ideas de libertad y soberanía parlamentaria, que su gran jefe había domeñado y costreñido en su país, pero mucho menos se puede uno imaginar a los españoles escuchando complacidos estas sollamas de los franceses, secuaces de "Pepe Botella" (aun en el caso de que las pronunciaran y ellos las entendieran) porque hubiera bastando entonces que lo dijera un francés para que nos e le creyera, aunque dijera que "dos y dos son cuatro".

Las ideas favorables al espíritu de la revolución venían siendo sembradas desde el siglo XVIII entre una minoría que (por lo de ahora llamaríamos snobismo o cursilería intelectual) se dejaba llevar o influir por las corrientes extranjeras, por el hecho de serlo y su novedad. Muchos de los ganados por esas ideas o trabajados por las organizaciones secretas fueron partidarios del rey intruso. Lo cual no quiere decir que todos, ni siquiera la mayoría de los que profesaban las ideas, que luego se llamaron "liberales" fuesen adictos al régimen impuesto por Napoleón, ya que, siendo partidarios de los primitivos ideales que iniciaron la Revolución francesa (en que se creyó, incluso, viable una Monarquía constitucional modelo inglés), no eran afectos al Emperador que había implantado un sistema de imperio absoluto, y, además, en medio de todo, tenían que sentirse españoles. Así los "doceañistas", que en las Cortes de Cádiz introdujeron la ideología revolucionaria, políticamente combatieron contra la invasión. (Precisamente la Constitución de Bayona, impuesta y artificial, era más conservadora" que la de Cádiz.)

Y una tercera clase de "afrancesados", seguramente la más numerosa, fue la de vividores y ambiciosos, que acercándose al "sol que más calienta" querían, como ocurre siempre, ocupar cargos y posiciones que nunca hubieran alcanzado de otro modo. Afortunadamente, los "afrancesados" fueron pocos en España, y en cuanto a la División expedicionaria en Dinamarca, puede afirmarse que no hubo "afrancesados", así en plural, pero sí hubo, en singular, "un afrancesado". Lo malo es que fue el segundo jefe de la División (que probablemente sería de los del primer grupo que hemos señalado, o sea de los que ofuscados por la gloria del Gran Corso creían que era un bien para España la implantación de una dinastía bonapartista). Este jefe tenía un apellido que, ostentado por otros (Kindelán), ha sido llevado con dignidad y grandes méritos por otros ilustres miembros del Ejército español, antes y después de aquellos tiempos, pero fue con su actitud en la que extremó el celo por la causa bonapartista y su hostilidad a sus compañeros, leales a España, una de las mayores dificultades con las que tuvo que luchar el patriotismo de los demás.

Tanto el General marqués de La Romana, como todos los demás componentes de la División, ardían en deseos de librarse de la férula de los franceses y acudir a España, donde, aun ignorando qué es lo que ocurría, comprendían que estaba su puesto.

La relación con Inglaterra

Al iniciarse la Guerra de la Independencia, España estaba todavía, oficialmente, en guerra con la Gran Bretaña, guerra a la que nos había conducido la alianza con Francia y que nos había costado sacrificios de todo género en Europa y en las Indias y la pérdida de lo mejor de nuestra Armada en Trafalgar, así como el mismo hecho de haber llevado la División española al Báltico para coadyuvar al bloqueo contra Inglaterra. Pero apenas se inició el levantamiento primero las Juntas de Asturias y de Galicia y luego la Junta Suprema constituida en Sevilla, se pusieron en contacto con el Gobierno inglés, que, naturalmente, veía en el levantamiento y guerra de España la ocasión más oportuna para atacar a Bonaparte en el Continente.

Tanto los delegados de las Juntas españolas como el Gobierno británico se ocuparon, con verdadero empeño en casar a las tropas españolas de Dinamarca, cosa que ofrecía grandes dificultades, la primera, la de ponerse en contacto con ellas. La escuadra británica rodeaba las costas danesas, sin poder acercarse lo suficiente para establecer ese contacto; pero, eso sí, con todo empeño en hacerlo. Inglaterra, como dijo Capefigue, había logrado el resultado que ansiaba: "...ha buscado un campo de batalla, por medio de las insurrecciones de Nápoles, en Italia; ahora, lo ha encontrado todo: tiene detrás de sí a una nación, a un pueblo, que, a bayoneta armada, con la escopeta o con el puñal en la mano va a defender su independencia". Y aun cuando el Tratado formal de Alianza no se firmó hasta el 14 de enero de 1809, Inglaterra, por la cuenta que le tenía, en su necesidad vital de vencer a Napoleón, apoyó de hecho el Levantamiento español desde el momento en que éste se produjo, y por el Decreto de 4 de julio de 1808 consideró a España y a los españoles alzados como potencia amiga y se ordenaba favorecerles en todo para conseguir su triunfo.

Y cuando el Zar de Rusia, aliado en aquel momento del Emperador de los franceses y, de acuerdo con éste, propuso al Gobierno británico el entrar en negociaciones de paz, el Gabinete de Londres contestó al ruso que para entrar en cualquier clase de negociación era condición indispensable que concurriese la representación "del Gobierno que, en España, mandaba a nombre del legítimo rey de España, S.M.C. Fernando VII" (los insurgentes que llamaba Napoleón) y que no admitiría tratos con el Gobierno intruso "del hermano del Jefe del Gobierno francés" (pues Inglaterra no reconoció nunca a Napoleón como Emperador), añadiendo que "si bien con España no estaba ligada Inglaterra con ningún Tratado formal, había, sin embargo, contraído con aquella nación, a la faz del mundo, empeños tan obligatorios como los solemnes Tratados". Claro está que, con esa con esa condición, no admitió Napoleón el diálogo, que era también lo que, en aquel momento, convenía al Gobierno inglés, el cual, más perspicaz que el Emperador, comprendía lo que iba a suponer para éste la guerra de España.

Así fueron recibidos, hasta con entusiasmo, los comisionados de la Junta Central Suprema de España, y concertaron con ellos el Gobierno y el Almirantazgo, entre otros empeños, el de entrar en comunicación con la División del marqués de La Romana y conseguir la repatriación.

Al efecto, embarcó en un buque de guerra británico el Secretario de la Junta Suprema de Sevilla, don Rafael Lobo, en el mes de julio de aquel año y el 4 de agosto llegó al Grand Belt, donde se reunió con la Escuadra británica, anclada en aquellas aguas.

El capitán Fábregues

Ocurrió entonces un hecho que parece novelesco. El capitán don Juan Antonio Fábregues, de Voluntarios de Cataluña, fue comisionado para ir desde el Langeland a Copenhague, con una comisión de servicio. Al regresar entró con un soldado de su Cuerpo, que le acompañaba, en un barco, tripulado por dos pescadores, con el pretexto de pasar de unas islas a otras, alegando actos del servicio, pero con la intención de escapar del poder de los franceses. En esto divisó, a lo lejos, tres navíos ingleses y en el momento en que vio la bandera que enarbolaban, ordenó a los pescadores que bogasen hacia ellos; los pescadores resistieron y entonces Fábregues sacó el sable y les amenazó de muerte si no lo hacían. El soldado que le acompañaba, aturdido, dejó caer su fusil, del que se apoderó uno de los pescadores, pues éstos temían las represalias de los franceses, pero rápidamente el Capitán descargó un fuerte golpe de sable sobre la muñeca del pescador, le arrebató a su vez el fusil y obligó a los pescadores a seguir remando hasta llegar a uno de los barcos de guerra ingleses.

Siempre hubiera sido un éxito el llegar a uno de los navíos ingleses, pues todos estaban estacionados allí con la consigna de entrar en comunicación con los españoles de la División, pero hubo la suerte de que al que acostaron era precisamente en aquel en que estaba el Secretario de la Junta Suprema de Sevilla, don Rafael Lobo. Este encuentro, con la natural satisfacción y emoción de ambos españoles, fue lo decisivo, pues Lobo pudo enterar al capitán Fábregues de todo lo ocurrido: el Dos de Mayo, los desmanes de los franceses, el Levantamiento general, la legitima autoridad de la Junta, la inteligencia con Inglaterra, y además le entregó pliegos, comunicaciones y órdenes de la Junta para el mando de la División. Todo ello se hizo con la brevedad que las circunstancias exigían y, en bote de la Marina inglesa, volvió Fábregas al Langeland y dio cuenta de todo a su Jefe inmediato, el comandante don Antonio de la Cuadra, y, por orden de éste, pasó a Fionia para enterar de todo lo ocurrido y entregar todos los pliegos y órdenes de la Junta Suprema al general marqués de La Romana, lo que tuvo que hacer con precauciones y usando disfraces, pues algo sospechaban los franceses y (Kindelán) el afrancesado segundo Jefe de la División.

El levantamiento de la División

Y con esto llegó ya el momento decisivo: enterado ya el General de la verdadera situación de las cosas, que hasta entonces sólo podían colegir por intuición, dado el total aislamiento en que estaban, ya podía tomarse la decisión que el patriotismo y la verdadera lealtad indicaban: unirse al generalizado sentimiento nacional de Independencia y entra en guerra contra los invasores de España. Ya quedaba despejada la incógnita de que el régimen impuesto por Napoleón "no estaba aprobado por el pueblo español", condición expresa de la forzada adhesión prestada; se conocía ya la manera alevosa como se había hecho la invasión, la conducta de los invasores, el levantamiento general de la nación, regida por poderes legales, que gobernaban en nombre del legítimo monarca y luchaban contra la usurpación. Desaparecía la consideración de que entenderse con los ingleses fuera entablar inteligencia con una nación con la que España estaba en guerra cuando llegó la División a Dinamarca, sino que, por el contrario, había pasado a ser el poderoso aliado de hecho del Gobierno legítimo de España.

Así es que, inmediatamente, el marques de La Romana, con toda la División, se alzó abiertamente contra el poder de Napoleón, y, rodeados y vigilados como estaban por fuerzas superiores, aislados entre sí los Cuerpos, y con dificultades debidas a la geografía –principalmente insular- del territorio danés, emprendieron la lucha, para reunirse, apoderarse de la comarca, que les fuera más apta, para entrar en contacto con la Armada británica y poder acudir a España a luchar por la independencia patria. El primer golpe lo dieron los Regimientos que estaban en el Langeland. Este territorio es una larga y estrecha isla (de ahí su nombre, que significa en danés "tierra larga"). Su mayor longitud es de 54 kilómetros y su anchura no pasa de cinco. Está separada al Este del Laaland por el Langeland-Belt, de una anchura de 12 kilómetros, que constituye una derivación del Grand Belt, y por el Oeste la parte estrecha del mismo Grand Belt le separa de la isla de Fionia. Esta isla de Fionia está separada de la península de Jutlandia por el Pequeño Belt. Pues bien; estas tropas del Langeland, en lucha con los franceses y con los que ahora llamaríamos "sus satélites", se apoderaron totalmente de la isla y se hicieron fuertes en ella.

En Fionia había considerables fuerzas al servicio de Francia, entre ellas 3.000 daneses, que habían de obedecer al Mando imperial, y, en lucha con todos ellos, el marqués de La Romana, con los Regimientos que se hallaban en dicha isla, se dirigió a tomar Nyborg, puerto situado sobre el Grand Belt, para concentrar allí dichas fuerzas y facilitar su embarque.

Los Cuerpos que estaban en Swenborg y en Faaborg, en la costa sur de Fionia, pudieron pasar con relativa facilidad al Langeland, pero el Regimiento del Rey, que estaba en Aarhus, y el del Infante, que se hallaba en Manders, en Jutlandia, tuvieron más dificultades, por la delación del segundo Jefe de la División (el general Kindelán), aunque al fin lograron eludirlas, pues era en Fionia donde las fuerzas enemigas podían oponer más resistencia.

El Regimiento de Caballería del Algarbe no pudo actuar con la necesaria premura y, cercado por los enemigos, fue desarmado y apresado, como lo habían sido anteriormente en Zelandia los de Asturias y Guadalajara y algunos destacamentos sueltos. Con ello y con las bajas de guerra habidas antes y después del levantamiento perdió la División 5.160 hombres que no pudieron ya seguir la suerte de sus compañeros, que quedaron en número de 9.038.

El regimiento de Zamora y el coronel Martorell

Si bien todos los Cuerpos que formaban la División tuvieron una actuación decidida y meritoria, la más destacada fue la del Regimiento de Infantería de Zamora, que mandada por el coronel don Vicente Martorell y Valdés, nacido en Algeciras en 1754, y que se había distinguido en otras campañas, como sus ascendientes. Precisamente este Regimiento era el que más había llamado la atención del Rey de Baviera, en Maguncia, diciendo: "A la vista de esta tropa, comprendo las grandes hazañas de Carlos V."

Se hallaba este Regimiento en Fredericia, en la península de Jutlandia. Tenían que cruzar el Grand Belt y toda la isla de Fionia, en la que, como hemos dicho, estaba la mayor fuerza de resistencia francesa, y precisamente recorrer la parte Sur, de terreno quebrado y cubierto de bosques, y además habían de hacerlo con toda urgencia, por ser necesaria su intervención para tomar la plaza y puerto de Nyborg y defenderlos luego de los contraataques.

Esto lo consiguió con una marcha, en la que, andando y combatiendo, recorrió 18 leguas en 21 horas, y venciendo con ello la resistencia enemiga, las dificultades del terreno y el agobio del tiempo, logró que su presencia en Nyborg fuese oportuna y decisiva. No había, pues, estado descaminado el Rey de Baviera en el juicio que emitió a la vista de este Regimiento.

Concentración en el Langeland

Desde Nyborg, el marqués de La Romana, con los nueve mil hombres de la División, o sea, todos los Regimientos de la misma ( con la excepción citada de los que habían sido cercados y desarmados, Asturias, Guadalajara y Algarbe), paso al Langeland, y en ella se sostuvieron a pesar de los ataques de los franceses y de los esfuerzos del mariscal Bernadotte, que trató de impedir que se mantuviesen firmes y unidos y que pudieran tener contacto con la Escuadra británica, con activa vigilancia, procurando seducir a los españoles con proclamas y tratando de dividirlos. No consiguió el Príncipe de Pontecorvo ningún resultado ante la entereza de los españoles; ni vencerlos, a pesar de la superioridad de las fuerzas de que él disponía.

El caso del capitán Guerrero

Lucharon todo el tiempo los españoles con la actitud del segundo Jefe, (el general Kindelán), el "único afrancesado de la División", que, al no poder ya impedir la acción del marqués de La Romana y de sus tropas, se dedicó a delatar, ante el mando francés, a los que, por cualquier razón, se encontraban aislados en aquellos momentos. Así lo hizo con el capitán Guerrero, de Artillería, al que sorprendieron los sucesos cuando se hallaba con una comisión de servicio en el Schleswig. Le hizo detener y comparecer con él ante Bernadotte; pero Guerrero, lejos de negar su adhesión al levantamiento nacional, le increpó, en presencia del Mariscal francés, acusándole de ser él "...el traidor y alevoso..." contra su Patria y contra sus compañeros de armas.

Y sucedió que Bernadotte, admirado de la enérgica protesta del Capitán, y asqueado, según parece, del papel del afrancesado Jefe, en un rasgo del fondo honrado de su corazón de soldado y de bravo bearnén, no sólo perdonó la vida a Guerrero, sino que secretamente, le facilitó la fuga y le proporcionó dinero para llevarla a cabo.

El juramento en el Langeland

Reunidos ya los nueve mil españoles en la "Tierra Larga" con su General encuadrados en sus Regimientos, en torno a sus Banderas, animados del mejor espíritu, constituían una fuerza considerable en aquellos tiempos, y estaban deseosos de venir a España a luchar por su independencia.

Entonces tuvo lugar el acto (celebrado tantas veces en la literatura y reproducido en la pintura de la época y posteriormente también), cuando formadas todas las tropas, en círculo, y clavadas en el centro las Banderas, prestaron el juramento de no cejar, por nada, en su empresa de restituirse a la Patria para contribuir a la liberación de la misma.

Y como dice la historia contemporánea de aquellos sucesos con la "prosa poética", entonces en boga: "...juraron postrados ante aquellos lábaros de su salvación, no seguir más consejos que los del Honor, ni más sentimiento que los de Lealtad a su Patria. El Cielo les miró complacido, de aquel tierno y magnífico espectáculo, y patrocinó y alentó con el consuelo la esperanza de sus corazones".

La liberación

Se mantuvieron, pues, dueños del Langeland y rechazando toda clase de ataques de los ya declarados enemigos, hasta que la Escuadra británica logró dominar aquellas aguas y arribar a la costa. Así pudo, el día 13 de agosto, embarcar toda la División y ser trasladada a Gottemburgo, en Suecia, cuyo reino estaba en guerra contra Napoleón, y de allí, en cuanto hubo transportes, llegaron a España y desembarcaron en Santander el 9 de octubre de aquel año.

La Caballería había tenido que dejar los caballos en Suecia por falta de espacio en los barcos y hubo de ser remontada aquí. Con la Infantería se formó una División, llamada del Norte, mandada por el Brigadier conde de San Román, que inmediatamente entró en campaña y tuvo intervención en todo el resto de la guerra. El marqués de la Romana también mandó un Cuerpo de Ejército en las operaciones de la Península.

Conclusión

El conde de Toreno, en su obra "Levantamiento, Guerra y revolución de España", compara estos hechos con la retirada de Xenofonte y sus diez mil griegos, proclamando que el heroísmo de los españoles fue más meritorio, "...porque se dio en condiciones en que el sacrificio era más espontáneo y menos forzoso que el de aquéllos...".

Este trabajo fue publicado por la revista Ejército, en su número 247, pags. 29-39.

Las tropas que a bordo de los navíos británicos regresaron a España, estaban compuestas por:

El marqués de La Romana.

Ayudantes Generales: Caballero, Montes, Rengel y Vallejo.

Ayudantes Segundos: José O’Donell y Vera.

Secretario: Estanislao Sánchez Salvador.

Edecanes: Juan Caro, Agustín Llano y Julio O’Neill.

Agregados: Coronel conde de Prado Castellano. Intendente, Lázaro de las Heras. Comisario de Guerra, Laborda. Auditor, Páez. Secretario del General en Jefe, Chapero.

Regtº Zamora. Coronel: Antonio Darcourt; Teniente Coronel: Pedro Ailmer; Comandante: José Imaz. Sargtº Mayor: Antonio Hermosilla. En total eran: 58 Oficiales y 1.652 hombres de tropa.

Regtº Princesa: Coronel: Marqués de San Román; Sargtº Mayor: Santiago Moredas, mandando 68 Oficiales y 1.947 hombres.

Regtº 1º de Cataluña: Comandante: Juan Francisco Vives; Sargtº Mayor: Ambrosio de la Cuadra. 48 Oficiales y 1.060 soldados.

Regtº 1º de Barcelona: Comandante: José Borrellas; Sargtº Mayor: Félix Prats. 42 Oficiales y 1.212 hombres.

Regtº del Rey: Coronel: José María Lastres; Teniente Coronel: Antonio Retana; Sargtº Mayor: Rafael Valparda. 42 Oficiales y 573 soldados.

Regtº del Infante: Teniente Coronel: Joaquín Astrandi; Sargtº Mayor: José Rivera. 41 Oficiales y 565 hombres.

Regtº de Almansa. Coronel: Antonio Caballero; Teniente Coronel: Miguel Becar; Sargtº Mayor: Francisco Combay. 39 Oficiales y 557 hombres.

Regtº de Villaviciosa. Coronel: Barón de Armendariz. Teniente Coronel: José María de Rivas; Sargtº Mayor: Jerónimo Aranda. 32 Oficiales y 562 hombres.

Comandante: Mariano Breson. Con 18 Oficiales, 363 hombres y 25 piezas.

Capitanes: Aspiroz y Fernando Miarez, al mando de 7 Oficiales y 95 hombres.

En total eran: 8.981 hombres:

395 oficiales

8.586 de tropa

25 piezas de artillería.

A este grupo ha de añadirse un abigarrado grupo de personas, que como era costumbre en aquella época, acompañaban en sus vicisitudes a los ejércitos en campaña. Tal y como nos lo ha hecho llegar al día de hoy, el que fuera Sargento Mayor del Regimiento 1º de Cataluña, Ambrosio de la Cuadra, en sus "Memorias de los acontecimientos en el exercito de Dinamarca desde los primeros rumores de la abdicación de la Corona de España y Congreso de Bayona, hasta la salida de las tropas españolas de aquel reyno". El grupo civil estaba formado por:

116 mujeres, 67 niños y 49 criados.


Este trabajo se irá ampliando con sucesivas aportaciones.