FRASQUITO LUCAS

Por Eduardo de Palacio. Madrid, 5 de diciembre de 1896.


Las avanzadas del ejército de Dupont llegaban a La Carolina. ¡Cuántos horrores cometían a su paso!

En un cortijo situado a la salida del pueblo como vamos para Bailén, entró un pelotón de soldados franceses de infantería. Serían hasta nueve o diez. Pidieron refrescos y armaron conversación con las personas que hallaron en el cortijo.

Eran éstas dos mozas garridas de hasta dieciocho y diecinueve años respectivamente, hijas del dueño o del colono del cortijo, y hermosas "como dos onzas de oro".

Un niño de cuatro a cinco años, hermano de las mozas, y el padre Manuel, cura de La Carolina y un santo, pero de sesenta y nueve años cumplidos; es decir, un santo viejo.

Con estos datos no hay para que decir si los soldados obrarían como mejor les viniera en deseo.

Puede calcularse lo que allí pasaría después de apurados por los invasores dos frascos de aguardiente en menos tiempo del que se tarda en relatarlo.

Que el padre cura, tratando de defender a las muchachas y al niño, fue golpeado y herido por los franceses.

Que las mozas suplicaron y pidieron auxilio inútilmente, y que el niño fue derribado de un sablazo para que no gritara. Después se apoderaron los salteadores de cuanto hallaron a mano.

Uno de los soldados guardó en el morral un crucifijo de plata, que era recuerdo de familia del padre del colono.

-¿Qué ocultas ahí? Le preguntó un compañero, completamente beodo.

-Un Cristo, tartamudeó el que se lo había guardado en el morral.

-Si es de oro o de plata, será para los dos.

-No lo creas; será para mí sólo.

-¿Piensas establecerte de cura?

-Pienso lo que a ti no te importa.

Los borrachos salieron del cortijo vomitando la Marsellesa alcoholizada.

"Allons, enfants de la patrie..."

-¡Y vive l’Empereur!

Frasquito Lucas era un mozo guapo, robusto, gallardo y ágil.

En las faenas del campo y con la escopeta en la mano, era el uno.

Y tocando la guitarra y cantando rondeñas y sevillanas y polos y carceleras, era un profesor.

Muy conocido por aquellos terrenos, Frasquito era a un tiempo querido y respetado por los mozos y muy bien mirado por las mozas.

Rico no lo era, pero gallardo y valiente como él sólo en la comarca.

Quería más a las niñas de sus ojos a Carmela, una de las hijas de Juan Miguel, que fueron en el cortijo del camino de La Carolina víctimas del feroz atropello de los franceses.

Minutos después de acaecidos aquellos hechos, llegó el relato de ellos a oídos de Francisco Lucas.

Quiso comprobar la verdad de lo ocurrido, y corrió al cortijo.

Juan Miguel había llegado también en aquellos momentos.

El padre infortunado acudió primeramente a la vida de su hijo, puesto que las heridas en su honra no tuvieron remedio.

El padre Jacinto, vuelto en sí, vendada la cabeza, atendía a los demás, sin cuidar de lo suyo.

Frasquito Lucas salió de la casa sin decir palabra.

El diablo le colocó en su camino dos soldados de granaderos franceses que, apoyados uno en otro, iban trazando eses.

Sin duda caminaban borrachos y se habían extraviado de las avanzadas del ejército que entraba en Andalucía.

Ver aquel par de beodos a Francisco Lucas y detenerle, fue todo uno.

El joven sintió que se le ardía la cara mirando a los franceses.

En su idioma, aunque con rozaduras castellanas, preguntaron a Francisco si había visto al grueso de las fuerzas de la vanguardia de Dupont.

Lucas, después de vacilar durante algunos segundos, pareció como resignado, y contestó:

-Por allí, indicándoles el camino de Bailén.

Los dos complicados en el "honroso" asalto del cortijo de Juan Miguel continuaron su camino.

Pero no sin amenazar antes a Francisco y dirigirle algunas insolencias intraducibles, y menos por Lucas, porque no sospechaba siquiera cómo podría hablar una persona en idioma extranjero más que por efectos de constitución.

Cuando ya llevaban andados algunos pasos, Frasquito se sintió impulsado por un mal pensamiento.

¿Quién sabe si alguno de aquellos miserables rezagados, si los dos tal vez, habían sido de los que injuriasen a las hijas de Juan Miguel, a su Carmela?

¿A su ...? Ya no era posible.

La vista de aquellos miserables, la soledad en el campo, todo contribuyó.

Requirió la escopeta y se le vino a la mano.

Parecía como que le incitaba.

La levantó, apuntó a uno de los gabachos beodos, disparó, y el infeliz soldado cayó como un saco, herido mortalmente por la espalda, en el corazón.

El otro francés lanzó un rugido y una blasfemia bárbara y horrible y se preparó para defenderse.

Esta fue su perdición.

Porque Frasquito volvió a cargar la escopeta, enfiló al borracho, y ...

Cayó el segundo como había caído el primero.

El matador avanzó hasta el sitio donde habían caído los dos franceses.

Volvió a cargar la escopeta, y miró alrededor por si venía alguien en aquella dirección.

Después, poniendo una rodilla en tierra, se dedicó a registrar los morrales de los difuntos soldados.

En uno de ellos estaba el crucifijo de plata, que Frasquito reconoció.

¡Le había visto tantas veces sobre la cómoda cuando él platicaba con su Carmela!

-Parecía como que bendecía nuestro cariño, dijo Frasquito, como si continuara interrumpido discurso y siguiendo el hilo de sus pensamientos. ¡Carmela! ¡Yo que la adoraba! ¡Bien muertos estáis ustés, canayas!

El otro soldado llevaba en el morral varias prendas de niño.

Este pormenor contrarió a Frasquito. ¡Tal vez fuera un pobre padre!...

 

Como decía Frasquito Lucas pocos días después entre varios amigos y compañeros:

-Los demás cayeron en nuestras manos en Bailén. Ya no queda un gabacho pa contalo; sa perdío la cosecha.

-¡Si no puén defendese siquiera! Observaba uno que fue lancero de tanda. ¿No veis que hombre paese un baratiyo, cargao de ropa?

Frasquito fue de los que más se distinguieron batiéndose en el campo de Bailén el día de la batalla, y la noche anterior tocando la guitarra y cantando para que se animaran los guerreros improvisados y las guerreras que iban a ver a los "veteranos".

Pero siempre conservaba Lucas cierto peso en su conciencia por aquel par de granaderos cazados en la carrera.

Un día confesó con el padre Jacinto su delito.

-Padre, ¿usted puede absolverme?

-Hijo, el asesinato es pecado grave, y ... sólo Dios puede borra el pecado, y ...

-¿Pero usted no puede absolverme?

-Hombre, tratándose de franceses, puedo darte mi bendición, como te la doy, hijo mio.

-En ese caso, padre, no necesito molestar a nadie más. Gracias padre.