¿MURIÓ FUSILADO EL MARISCAL NEY?

D. I.


A las ocho cuarenta de la mañana del 7 de junio de 1.815 varios batallones de infantería formaban en la plaza que separa los jardines de Luxemburgo de la avenida del Observatorio. Todas las salidas estaban guardadas por jinetes de la Guardia Nacional, y la muchedumbre, apretándose tras las grupas de los caballos, intentaba en vano columbrar algo del espectáculo que se iba a desarrollar.

Momentos después apareció un cortejo por la avenida central: un coche, rodeado de gendarmes y granaderos, se detuvo en el centro de la plaza, y un hombre alto, con levita gris y sombrero de copa de anchas alas, descendió de él, seguido de un sacerdote. Se hizo un gran silencio.

Las tropas estaban en posición de firmes. Un oficial, el comandante de Saint-Blas, se acercó al hombre sobre el cual convergían todas las miradas.

-¿Dónde he de colocarme?- preguntóle éste.

El comandante le condujo junto al muro del jardín, frente a un pelotón de 15 hombres formados en dos filas, y unas cuantas palabras se cruzaron entre ambos. El oficial sacó una venda para ofrecerla al recién llegado, y éste, apartándola con un gesto brusco, exclamó:

-¿Olvida que desde hace veinte años estoy acostumbrado a mirar de frente a la muerte?

El comandante se alejó para ocupar su puesto a la izquierda del pelotón.

El hombre que quedó solo se quitó el sombrero, mostrando sus cabellos rojos y sus largas patillas. Permanecía sereno, pálido, pero resuelto.

-¡Franceses! exclamó-. Yo protesto contra mi sentencia. Mi honor...

El resto de la frase fue cortada por una salva terrible que rompió el aire y espantó a una turba de gorriones que picoteaban en los árboles.

El ajusticiado vaciló y cayó de golpe.

Un fuerte redoble de tambores corrió por el frente de las tropas alineadas.

El mariscal Ney, condenado a muerte por el Tribunal de París, acababa de expiar su devoción a Napoleón Bonaparte. Cuando éste volvió de la isla de Elba, Ney había puesto a su servicio las tropas que se le habían encomendado para detenerle. Cambiada la suerte, no se le debía perdonar.

El cuerpo del que fue renombrado el "Bravo de los bravos", vencedor de Elchingen y héroe de Beresina, permaneció unos diez minutos bañándose en su sangre. Desfilaron las tropas. Poco después la Policía levantó el cadáver.

En 1.822, al otro lado del Atlántico, en un pueblecillo del condado de Rowan, en la Carolina del Norte (Estados Unidos de Norteamérica), un extranjero constituía el tema de todas las conversaciones. Era un individuo alto, de pelo rojo, que había llegado al país meses antes.

Procedía de Europa, de Escocia concretaba él, y decía llamarse Peter Steward. Ejercía la profesión de Maestro de escuela. De buen aire y de un natural afable, mostraba, desgraciadamente, excesiva inclinación al alcohol.

Cuando se hallaba bajo la influencia de sus libaciones decía palabras extrañas, especie de confidencias involuntarias.

-¡Ay Francia! ¡Francia! –solía exclamar-. ¡Que no pueda yo...! ¡Pero no!... Yo no debo...

Los oyentes vislumbraban que en su pasado había un enigma extraño y preguntaban al negro Archie Foard, quien reconocía de buen grado que su amo era a veces bastante singular.

Contaba el criado que alguna vez le vio llorar estrechando su almohada y le oyó:

¡Esposa mía! ¿Cuándo podré volver a tu lado y al de mis hijos?...

Un día en que se desencadenó una fuerte tormenta sobre el pueblo y en que el rodar de los truenos sucedía a los relámpagos fulgurantes, asemejando el ruido del cañón en el fragor de la batalla, Peter Steward, que se hallaba en la calle en compañía de un vecino, cogió de pronto a éste por un brazo y murmuró a media voz:

¡Waterloo!... ¡Me creería estar en Waterloo!

Algún tiempo después se celebró un acto en una sala del condado, al que asistían varios centenares de personas. Peter Steward hallábase en el estrado entre varias personalidades, cuando de pronto un hombre se levantó en la sala. Era un soldado checo, llamado Snyder, que se había batido en Eylan, en las filas del ejército napoleónico.

¡Gran Dios! –exclamó, señalando con el brazo a Steward-. ¡Pero si está ahí!...

No pudo decir más. El maestro de escuela habíase levantado y se dirigió a él, mandándole callar. Snyder, con los ojos desorbitados, veíale aproximarse, como en presencia de una aparición. Steward le tomó por el brazo y le llevó fuera de la sala. Y cuando volvieron, al cabo de una hora, Snyder guardó sobre el incidente un silencio fosco.

Peter Steward vivía en La Carolina desde hacía ya largo tiempo. Ilustrado, culto y poeta a sus horas, educaba perfectamente a los niños del pueblo, que celebraba sus conocimientos de Historia, singularmente los de la epopeya del Imperio. Su clase estaba adornada con retratos de Napoleón. Y todo el pueblo, en fin, acabó por profesarle un afecto deferente.

Un día, ya a fin del año 1.846, se le encontró de nuevo en el camino, en estado de embriaguez, despedido de la silla de su caballo. Un caritativo viandante se ofreció a montarle. Entonces, el borracho tartamudeó:

-¡Cómo! ¿Cargar al duque D’Elchingen sobre su caballo como un saco? ¡Dejadme en tierra!

Parecía delirar. Algunos vecinos le llevaron a su casa y le acostaron. Una fiebre alta se apoderó de él. El médico, después de examinarlo, dijo:

-Mister Steward, tened valor. Usted no saldrá de la noche...

El enfermo acogió la noticia sin inmutarse, adivinando el doctor que sus ojos quedaban extrañamente fijos en la lejanía, como en un sueño interior.

-Lo sé, doctor –respondió al fin Steward-; pero no temo morir...

Alentado por la confianza que le demostraba el paciente, el médico se inclinó sobre él y osó decirle:

-Mister Steward, yo quería preguntarle... Antes de dejarnos, díganos quién es en realidad...

El viejo, como si volviese en sí le señaló unos instantes y después, incorporándose y apoyándose sobre los codos, una llama brilló en sus ojos.

-En el umbral de la muerte-dijo- yo no puedo mentir. Yo soy...

Su voz no era más que un soplo.

-Yo soy Michael Ney, mariscal de Francia...

Y se abatió sobre el lecho, el rostro sudoroso. Un momento después, el delirio se apoderó de él.

-¡Bessieres ha muerto! ¡La vieja Guardia fue derrotada! Que yo muera ahora...

A la noche se extinguió.

El médico le amortajó en presencia de algunos vecinos. Con gran sorpresa de todos, el cadáver mostró una infinidad de antiguas heridas. El pecho estaba marcado por cascos de caballo, los brazos, los muslos, las pantorrillas conservaban las señales de los bayonetazos. Una bala se alojaba aún en la rodilla. El torso estaba sembrado de cortes profundos. Bajo la cabellera encanecida descubríase la marca de un sablazo y la cicatriz de una trepanación.

Al día siguiente se le enterró en el pequeño cementerio del pueblo. Era el 16 de noviembre de 1.846.

Treinta y un años habían transcurrido desde el fusilamiento en la parisina avenida del Observatorio.

Han transcurrido ciento cuarenta y tres años desde que Peter Steward, alias Michael Ney, fue sepultado en el pueblecito de La Carolina del Norte.

Pero del despojo mortal, hoy reducido a polvo, que fue inhumado en el condado de Rowan, y del que en otro mes de noviembre de 1.815 fue colocado en un nicho en el cementerio del Pére-Lachaise en París, ¿cuál era verdaderamente el del mariscal Ney?

Profesores y eruditos americanos quisieron ahondar en el problema. Vinieron a hacer indagaciones en Francia, recogieron algunos informes y volvieron al lado de sus compatriotas plenamente convencidos.

-Si-afirmaban-; el maestro de escuela era el mariscal Ney.

Su tesis era la siguiente:

Cuando en 1.815 el "Bravo de los bravos" fue detenido, su suerte despertó la mayor emoción entre sus compañeros de armas y subordinados, y unos cuantos decidieron arrancar al mariscal de la muerte. El complot fue en parte descubierto y uno de los complicados, el general Belliard, arrestado.

Afortunadamente, existía Wellington.

Wellington, el vencedor de Waterloo, que por el artículo 12 de la capitulación de París había dado caballerosamente la seguridad de que ningún partidario de Napoleón sería perseguido por sus actividades políticas, se puso al habla con miembros poderosos de la francmasonería, enemiga de los Borbones, y con los medios militares favorables al condenado, para evitar la ejecución de éste.

La parada de la avenida del Observatorio no había sido más que una siniestra comedia. Los soldados del pelotón habían sido cuidadosamente elegidos y habían disparado por cima de la cabeza del mariscal. Este, al caer, había roto una botella con un líquido rojo del color de la sangre.

Libertado por la tarde, había tomado el camino de Burdeos, desde donde embarcó para América.

En el sur de los Estados Unidos, en La Carolina, en Virginia, prevaleció esa tesis y nadie dudó bien pronto en toda la región de que en el pequeño cementerio próximo a la iglesia Third Creek Presbyterian no contuviese los restos auténticos del que había sido mariscal de Francia y príncipe de la Moscowa. Esta convicción general, manteníase con una multitud de circunstancias.

Cuando se les mostraba a los antiguos alumnos del maestro Steward los retratos del mariscal traídos de Francia, exclamaban al unísono:

-¡Este es mister Steward, nuestro maestro!...

Además en el alojamiento del maestro de escuela se encontró toda una biblioteca de libros ingleses y americanos dedicados a las campañas de Napoleón y anotados al margen de mano de Peter Steward, con un lujo de detalles y de precisiones que probaban por demás que había sido testigo de ellas.

Estas razones y muchas otras concluyeron por consolidarlo, y a medida que transcurrieron los años la población americana se afirmó cada vez más en su creencia. En 1.887, el reverendo Wasson, rector de la iglesia de Hickory, en la Carolina del Norte, hizo exhumar los restos de Peter Steward para medir su esqueleto, que correspondió exactamente a las atribuidas al mariscal en vida.

El 29 de febrero de 1.908, un centenario, el doctor E. M.C. Neyman, festejaba su aniversario en Saltillo, en la Indiana, e hizo en tal ocasión la siguiente revelación sensacional:

-"Yo he nacido en Francia, en París, el 29 de febrero de 1.808. Mi padre era el ilustre mariscal Ney y yo llevo su nombre inglesado. Recuerdo aún Waterloo, que deshizo mi hogar. Tenía yo siete años. Volví a ver a mi padre en 1.821 en Baltimore. Era entonces Maestro de escuela. Después sólo le he visto tres o cuatro veces, de tarde en tarde...".

El doctor Neyman falleció el 4 de enero de 1.909.

Sobre su tumba se eleva hoy un monumento que lleva la siguiente inscripción:

"E.M.C. Neyman.

Originaire de France,

Fils du marèchal Ney."

Y sobre la tumba de Peter Steward, en el condado de Rowan, hay otra lápida, cuya inscripción, menos precisa, parece querer respetar en parte el misterio de que se rodeaba el Maestro de escuela. En ella se lee:

"A la memoire de Peter Steward Ney

originaire de France

el soldat de la Revolution Française

sous Napolèon Bonaparte

Il quitta ce monde le

15 novembre 1.846

agé de soixante-dix-sept ans."

El misterio subsiste integro. En los años 1.940, un historiador francés, René Arnaud, ha intentado aclararlo. Ha pasado cuidadosamente por el tamiz de la crítica todos los detalles de esta rocambolesca historia, y saca, por su parte, la conclusión que Peter Steward y Michael Ney son dos personas distintas. Según su acta de naturalización, Steward hubiera tenido dieciocho años menos que el mariscal, y ésta es una diferencia notable para pasar inadvertida a los funcionarios del Registro Civil.

¿Por qué Ney suponiendo que fuese él, no volvió a su país en 1.830, después de la caída de los Borbones, puesto que nada entonces tenía que temer y la mística napoleónica tuvo tan extraordinario resurgimiento en la opinión francesa?

Y, sin embargo, si Steward no era Ney, ¿cómo explicarse sus conocimientos militares, sus heridas y tantas analogías?

Mr. Arnaud respondía aventurando la siguiente hipótesis:

"Peter Steward sería un escocés, natural de Sterlingshire, como él mismo afirmaba al llegara a América, y antiguo soldado del general Wellington, que había tomado parte en algunas de la campañas contra Napoleón. Herido en varias ocasiones fue alcanzado por un sablazo en la cabeza en la batalla de Waterloo, y la contusión le produjo trastornos cerebrales, a consecuencia de los cuales habríase persuadido, por la influencia también del alcohol o de otras emociones, de que él era el mariscal Ney."

La Historia tiene para elegir entre las dos tesis: el inhumado en el cementerio de Rowan, ¿fue Steward el trotamundos, al que un sablazo le produjo la locura de grandezas, o fue el mariscal Ney, mariscal de Francia y muerto resucitado que sobrevivió un tercio de siglo a su ejecución oficial?

Entre tantos misterios como envuelven las sombras del pasado permanece éste, que no es el menos intrincado ni el que menos cautive.

Las técnicas actuales podrían permitir averiguar este enigma a través del estudio del ADN de los restos de Steward, los del doctor Neyman y de algún descendiente aun vivo en Francia.

¿Lograremos resolverlo algún día?