Después de la batalla de Talavera (V. 28 de julio), sucedió al general Cuesta en el mando del Ejército de Extremadura don Francisco Eguía, quien, cumpliendo las órdenes de la Junta Central, pasó a reunirse con el ejército de la Mancha, que derrotado en Almonacid (V. 11 de agosto) se había situado en Sierra Morena, sentando a fines de septiembre su Cuartel General en Daimiel, donde tomó el mando de todas las fuerzas reunidas, consistentes el 3 de octubre en 51.869 hombres, de ellos 5.766 de Caballería, con 55 piezas: el ejército español más numeroso y lucido que se vio durante la guerra de la Independencia. Situado el ejército inglés de lord Wellington en los confines del reino lusitano, Eguía sólo había dejado en Extremadura unos 12.000 hombres al mando del duque de Alburquerque.
El nuevo general en jefe, bien sea por prudencia o por su carácter irresoluto, en cuanto a los franceses, ya concentrados de nuevo después de su victoria de Almonacid, hicieron un movimiento ofensivo en dirección de Daimiel, por Villarrubia el I Cuerpo (Victor), y por Villaharta a Manzanares el IV (Sebastiani), abandonó de nuevo los campos de la Mancha para volver a su refugio de Sierra Morena. Disgustó en extremo tal determinación a la Junta, que acariciaba la idea de arrojar al enemigo de Madrid, y el general Eguia fue destituido, sucediéndole don Juan Carlos de Areizaga, quien se había dado a conocer recientemente en Alcañiz (V. 23 mayo).
A los pocos días, el 3 de noviembre, se movía ya Areizaga con sus tropas (Estaban organizadas en una vanguardia, siete divisiones de Infantería y otra de Caballería, mandadas respectivamente por los brigadieres don José Zayas, don Luís Lacy, don Gaspar Vigodet, don Pedro Agustín Girón, don Francisco González Castejón; mariscales de Campo don Tomás Zerain y don Pelegrin Jácome; brigadieres don Francisco Copons y mariscal de Campo don Manuel Freire, muy experto el último en el manejo de la Caballería), pasando el Cuartel general a Santa Cruz de Mudela y el 7 a Herencia; la caballería precedía al ejército para explorar el terreno, que se apresuraban a abandonar los jinetes imperiales de Milhaud y París al ver la decisión y rapidez con que avanzaban los españoles, no sin empeñar algún combate, como sucedió en la Cuesta del Madero, y a las mismas puertas de Ocaña, junto a cuya villa se encontraba ya reunido el día 11 todo el ejército español, habiéndola abandonado la noche anterior la brigada Milhaud y la división polaca del IV Cuerpo, que se replegaron hacia Aranjuez. Areizaga se dispuso el 14 a efectuar el paso del Tajo, la División Lacy por Colmenar de Oreja y el resto del ejército por Villamanrique, donde a uno y otro vado arbitraron nuestros ingenieros dos puentes de carros, con gran rapidez y habilidad; mas entorpecida la operación por un temporal de aguas que duró tres días, desconcertó este inesperado contratiempo al caudillo español, y desistió de ella, perdiendo un tiempo precioso, pues mientras él permanecía en Santa Cruz de la Zarza en la mayor indecisión, los franceses reunían en Aranjuez todas sus fuerzas al mando de José en persona, con el mariscal Soult de Mayor general: 40.000 infantes, 6.000 caballos y numerosa y excelente artillería que mandaba el acreditado general Senarmont. Sin embargo, recelosos todavía los contrarios, y sin resolverse a tomar la ofensiva, dejaron que Areizaga avanzase de nuevo a Ocaña el 18, en cuyo día hubo un choque de caballería en Ontígola, pudiendo el general español establecer allí tranquilamente sus tropas en la mañana del 19, al saber que los franceses habían al fin determinado atacarle.
Esquema de la batalla (64.435 bytes)
Los españoles formaron a derecha e izquierda de Ocaña, en dos líneas, con la caballería en las alas, el grupo mayor, mandado por Freire, a la derecha, un poco a retaguardia, y el otro por el coronel Ossorio, y a las diez de la mañana rompieron el fuego las guerrillas de uno y otro ejército, dirigiéndose el mariscal Mortier con las divisiones polaca y alemana del IV Cuerpo, apoyadas por otra del V, contra nuestra derecha y centro, mientras la de Desolles se presentaba al frente de Ocaña por la derecha de aquellas, y el general Senarmont establecía casi toda la artillería de ambos cuerpos en una eminencia que dominaba perfectamente el campo de acción, quedando en reserva el Intruso con la Guardia Real y las tropas restantes. La caballería imperial, puesta a las órdenes del general Sebastiani, dio un gran rodeo para practicar un movimiento envolvente sobre nuestra derecha, objetivo principal del ataque.
La primera acometida de los polacos fue briosamente rechazada por los españoles, que salieron a su encuentro y sólo pudieron ser contenidos en su avance por la artillería francesa, bajo cuya protección se rehizo de nuevo el enemigo; mas éste reiteró el ataque con más energía, y a pesar de los brillantes esfuerzos de nuestra artillería, "que hizo maravillas"(Toreno. Este y el general Arteche, al encomiar el comportamiento bizarro de la artillería española en Ocaña, se fundan en el aserto de los mismo historiadores extranjeros. Dice el alemán Schepeler: "... y la artillería española, perfectamente servida, se mostró superior a la de los enemigos..."; y el capitán badenés Rigel: "...los españoles no retrocedieron, sin embargo, y su artillería estuvo tan bien servida que desmontó dos de nuestras piezas y aun incendió un carro de municiones, causando no pocos muertos y heridos..."), fue empujada la línea española a retaguardia, teniendo al fin que efectuar un cambio de frente, ante la amenaza de la caballería de Sebastiani que se divisaba ya hacia su flanco. Dicho movimiento, de suyo difícil en circunstancias tan críticas, aun para tropas veteranas, lo efectuaron las nuestras, bisoñas casi todas, unas en desorden, otras con el mayor aplomo y serenidad, sobre todo las de la 1ª División, cuyo jefe, el brigadier Lacy, empuñando la bandera del regimiento de Burgos, para alentar a los suyos, escarmentó a los que de cerca le acosaban, siendo herido el general francés Leval, que perdió además uno de sus ayudantes; también fue, por nuestra parte, gravemente herido, el marqués de Villacampo, ayudante de Lacy. Viendo el mariscal Mortier que flaqueaba su primera línea, mandó a Girard que con su división (la 1ª del V Cuerpo), marchase por los intervalos de aquella contra los españoles, los cuales, observando que por su izquierda las tropas de Desolles estaban próximas a penetrar en Ocaña, y que por su derecha nuestra caballería huía vergonzosamente ante la formidable masa de jinetes enemigos dispuestos a la carga, cedieron al fin buscando el apoyo de la vanguardia. Desde este momento, poco más de las doce, en que la caballería imperial, dejando cortados en su rápido movimiento envolvente regimientos enteros, les obligó a rendir las armas, todo fue confusión y pánico en nuestras filas, siendo impotentes los jefes y oficiales para contener la dispersión. Zayas, recibiendo a cada instantes órdenes contradictorias, se sostuvo algún tiempo en su puesto; pero ocupada la villa por los soldados de Girard y de Desolles (Ocupaba al frente de ella algunas casas un batallón de Africa con dos piezas.), tuvo también que retirarse, aunque lo hizo en buen orden, retrocediendo paso a paso hasta llegar a Dosbarrios, donde fue al cabo envuelto en la derrota general; tan sólo la división Vigodet pudo mantenerse unida y en formación ordenada gracias al ejemplo del regimiento de la Corona, cuyo Cuerpo, rodeado de franceses, juró ante su coronel don José Luís de Lioni no separarse de sus oficiales, y salvar cinco piezas de artillería con sus carros de municiones, que maniobrando a la prolonga se le habían incorporado, sirviendo aquella esforzada División de núcleo para que se le reuniesen algunos Cuerpos de las restantes y unos 200 caballos, cuya columna se dirigió a Yepes, más tarde a Laguardia, y hallando este pueblo ocupado por el enemigo a Turleque, en cuyo punto volvió a ponerse a las órdenes de su general en jefe, sin haber dejado en tan largo y tortuoso camino ni un hombre ni una pieza.
Areizaga, torpe al principio, atolondrado luego, permaneció durante toda la batalla encaramado en una de las torres de Ocaña, atalayando el campo, pero sin dar disposición alguna ni dirigir la marcha del combate, y después tomó el camino de Dosbarrios, Laguardia y Daimiel, donde el 20 dio cuenta al Gobierno de la catástrofe. Esta fue espantosa, pues se perdieron 4.000 hombres muertos o heridos, de quince a veinte mil prisioneros, 40 cañones, equipajes, víveres, etc., casi todo el material de aquel antes lucido ejército (El regimiento de España perdió sus dos primeros jefes, 35 oficiales y 800 soldados entre muertos, heridos y prisioneros; el de Málaga las dos terceras partes de su fuerza, y así la mayor parte de los Cuerpos.).
No faltaron hechos muy señalados de valos, además del consignado del regimiento de la Corona, tanto en otros regimientos como en individuos aislados.
Algunos Cuerpos, como el Batallón de Vélez-Málaga, se abrieron paso a la bayoneta por las calles de Ocaña; Burgos y Chincilla dieron también brillantes cargas. La Compañía de granaderos de Bailén de la que era capitán don Francisco Zavala consiguió, auxiliada por el ayudante don Valentín de Torres y los subtenientes don Manuel Sánchez y don Pedro López, desembarrancar una batería y salvar a brazo las piezas.
El cabo Antonio Martín, de Voluntarios de Sevilla, viendo al subteniente abanderado herido y postrado en tierra, recogió de sus manos la bandera, y rodeándola a la cintura debajo del uniforme, la mantuvo oculta todo el tiempo que estuvo prisionero, hasta que, habiendo logrado fugarse, pudo presentarla el 31 de diciembre a su general en jefe en La Carolina. Fue recompensado con la subtenencia de la misma bandera (Gaceta del 3 de abril de 1810).
El sargento de Córdoba Andrés Quercó, al ver que el enemigo arrebataba una de las banderas del regimiento, rompió audazmente por entre las filas contrarias, y llegando al punto donde estaba su insignia, apoderóse de ella con muerte del que la empuñaba y se reunió después con su Cuerpo en Puertollano, ostentando su glorioso trofeo.
Habiendo una bala de cañón arrebatado las dos piernas a un soldado de Málaga, era conducido al hospital de sangre en hombros de sus camaradas, y al pasar por delante de su regimiento tiró al aire su chacó, exclamando lleno de entusiasmo heroico: ¡Esto no es nada, compañeros: viva Fernando VII!