Por Nicolás Horta Rodríguez. En "Revista Ejército", núm. 299, Dic. 1964.
Al autor de estas líneas no le ha resultado nunca simpático el vencedor de Napoleón, y no precisamente por Waterloo. Que viniese a la Península para hacer la guerra que interesaba a la detentadora del Peñón, a nadie puede extrañarle. Hizo Bien. Pero hizo mal desde el momento en que no reconoció que "su" guerra fue posible y victoriosa, gracias a que los ejércitos y las guerrillas españolas le allanaron de tal modo el escenario que llegó a moverse en él, según sus planes; como quien está ejecutando un tema táctico.
Wellington desdeñaba a los guerrilleros, pero se servía de ellos y les hacía obsequios. Despreciaba también al pueblo español, a sus políticos, al ejército... Llegó a escribir que no "... tenía noticia de que los españoles hubieran hecho nunca nada, y, mucho menos, de que lo hubiesen hecho bien... ". Desdeñaba también a los doceañistas. Dice Fernández Almagro en su "Crítica y glosa" del libro de Pablo de Azcárate "Wellington y España"
La crítica de Fernández Almagro y el libro de Azcárate son de filiación netamente liberal, hasta el punto de que su lectura, especialmente la del segundo, produce la sensación de ser obras construidas hace mucho tiempo, sin tener en cuenta muy estimables trabajos posteriores a los años cuarenta, que vienen a dar nueva luz sobre una época hasta ahora reflejada casi exclusivamente por una historiografía apasionada y partidista.
Las opiniones de Wellington en esta parcela de las Cortes de Cádiz que hoy acotamos, se reflejan en una carta que dirigió a don Angel Andrés de la Vega Infanzón, en 29 de enero de 1813, y que Azcárate reproduce en su obra (2). Tratamos a continuación de subrayar sus extremos más importantes, así como los de la glosa que del mismo hace el afortunado investigador, "... conocedor expertísimo de nuestro siglo XIX...", en frase de Fernández Almagro.
Antes es necesario detenerse en una afirmación del autor de "Wellington y España": "... la definición que fueron adquiriendo en las Cortes, durante los años 1811 y 1812, las dos tendencias, reaccionaria y conservadora, de una parte, y progresiva y liberal, de otra." Y más adelante: "...y, sobre todo, cuando la contienda política encontró campo apropiado en las Cortes y en el debate sobre la Constitución... los dos partidos se constituyeron con linderos bien definidos, y en fin la lucha política propiamente dicha quedó abierta entre los partidarios de las reformas y de la libertad y los amigos del antiguo régimen y del absolutismo..." (3).
He aquí una interpretación que estimamos superada. La definición absolutismo-liberalismo, reacción-innovación, no es suficiente para explicar el cambio profundo que se inicia en la política española con las Cortes de Cádiz. Desde luego, no es suficiente ninguna fórmula, pero tratando de reducir a un esquema el origen de aquel cambio, parece más justo señalar que no fueron sólo los liberales (afrancesados o patriotas) los que "aprovecharon el momento de confusión, de quiebra de las instituciones, para crear un orden nuevo"
Así, pues, se definen ya en 1814 tres de las principales fuerzas políticas que luchan en las Cortes de Cádiz: el Antiguo Régimen ("pura inercia"), la corriente reformista liberal y la corriente renovadora realista.
No puede admitirse hoy, sean cuales fueren las ideas políticas de quién trate de construir la historia del siglo XIX, una visión idéntica a la que se tenía a mediados del pasado siglo, tanto en el aspecto de las fuerzas políticas actuales como en el de presentar la escena española igual a la de un melodrama con "buenos" y "malos", los innovadores, que nos traían todos los bienes, y los demás, portadores de todas las maldades. Y, sin embargo, ésta es la impresión que deja al lector "Wellington y España", de Azcárate.
A través de tal prisma, éste sí retrógrado, se analiza también el juicio que a Wellington le merecieron nuestras Cortes de Cádiz y la tendencia política que representaron. Y es una pena la aludida impresión que deja al lector la obra de Azárate, porque la obra es una seria aportación al tema del mando militar del duque, y se hace en ella justicia a fuerzas muy representativas de la Guerra de la Independencia, casi siempre postergadas en las historias más o menos oficiales. Y, además de ser una pena, ello está en contradicción con afirmaciones del mismo autor como la de que "... la historia de tan complejo periodo, necesita un cuidadoso y metódico trabajo de revisión..."
Azcárate recuerda "... las condiciones de increíble dificultad en que funcionaron..." las Cortes de Cádiz: unas, físicas, dado que "... una asamblea llamada a ejercer la soberanía no sólo sobre España, sino sobre casi dos terceras partes del continente americano y considerables posesiones en Asia, no disponía más que del territorio de la isla de León, y eso bajo el fuego de las baterías francesas que mantenían el sitio de la plaza..."
Se cita a don Francisco Martínez Marina, sacerdote liberal: "Bien conozco, y es así verdad, que el augusto congreso desde el momento mismo de su existencia llenó de satisfacción y gozo a todos los españoles; que desde luego mereció la confianza de los oprimidos y pueblos de Castilla, y que entonces comenzaron a revivir nuestras amortiguadas esperanzas"
La "satisfacción y gozo" de todos los españoles, la "confianza" de esos "oprimidos" pueblos y él "volver a vivir" de las, ¡ay!, amortiguadas esperanzas, tuvieron durante la Guerra de la Independencia una expresión insustituible y heroica, la lucha a la que el pueblo se entregó con el designio de expulsar al invasor. Y acaso lo único que la voluntad nacional quiso decir en relación con las Cortes de Cádiz, fue que el pueblo español era capaz de darse una constitución mejor que la impuesta por el Intruso en Bayona. Lo de "mejor" resultó, para nuestro mal, más revolucionaria; como si por unos de esos arranques contradictorios e impulsivos de lo español, quisiéramos vencer a los franceses no sólo en el campo de batalla, sino también en el de la política revolucionaria, y, en uno y otro caso, con armas inferiores.
Se alude también en la obra de Azcárate al entusiasmo popular que "rodeó a las ceremonias civiles y religiosas que se celebraron en Cádiz con motivo de la instalación de las Cortes"
Realista era, y a veces despiadadamente, Wellington. Y realista era, con buen sentido y bastante ponderación, "nuestro" Pepe el Intruso, embarcado, por obra y gracia del imperialista revolucionario de su hermano, en una tarea que no tenía de agradable más que sus evasiones amorosas. Pues bien, Wellington descifró el texto de una carta que José Bonaparte dirigió a Napoleón. Como dice Wellington, "... hemos de reconocer que José se proponía enviar a su hermano una representación exacta de los sentimientos de pueblo de España"
Lo subrayado por nosotros es la afirmación esencial de la carta de Vega Infanzón, escrita por Wellington desde su cuartel general de Freneda, en Portugal, el 29 de enero de 1813. Esa afirmación se complementa con otras, también interesantes, que conviene destacar al comentar esta obra que, con algunas más, forma en la primera línea de una actuante ofensiva neoliberal:
-"Todavía estamos buscando esas maravillas (las de las Cortes) y temo que las Cortes se hayan hundido a tal extremo en la teoría, que no sea posible encontrarlas bajo el actual sistema.".
-"No puedo dejar de prever y lamentar los males que aguardan al país si no vuelven ustedes atrás y dejan que las operaciones militares de guerra den su resultado"
Justo es confesarlo: Wellington acertó en el pronóstico. No podía ser de otra forma cuando los que a sí mismos se designaron en Cádiz portavoces y representantes de un pueblo, le colocaron, mientras combatía, "ante el hecho consumado de una transformación política, cuya artificial estructura se puso bien de manifiesto en la rectificación, evidentemente popular, llevada a cabo por Fernando VII al volver al trono en 1814"